Sunday, May 24, 2015

Lección de cocina Rosario Castellanos

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Lección de cocina
Rosario Castellanos (México) 

Parte 1





Parte 2





Parte 3




Parte 4



Lección de cocina
Rosario Castellanos (México)

La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.

Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.

Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.

Del mismo color teníamos la espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.

Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga.

Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.

Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.

Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...

No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.

Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.

Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.

Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy.

Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.

Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abiertola jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por...

¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado.porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.

¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario.

¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.

Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.

Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de…

¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.

Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.

¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.

Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas.

El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!

Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.

Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”.

¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.

Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio.

Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña.

Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería.

¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos.

Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.

¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera.

Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.

Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos...

No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.

Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.

Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.

¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.

La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.

Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.

Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre.

Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?

Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.

Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo... 


Vocabulario

celeridad, prontitud, rapidez, velocidad
apetecer/apetecible, gustar, agradar
bigos, platillo de repollo con carne
estragón, tarragon, condimento, hierba
ananá, piña
prolegómenos, fundamentos de una obra
propedéutica, enseñanza preparatoria para el estudio de una obra
usurpar/usurpo, apoderarse de un derecho ajeno
antinomia, contradicción entre dos razonamientos
aporía, dificultad de lógica o razonamiento
inhibir/inhibe, prohibir, impedir
Cuauhtémoc, emperador mexicano 1520 a 1521
fraudolento, engañoso
albura, blancura perfecta
deliberara, intencionada
reiterativa, repetitiva
impúdico/impúdicamente, forma descarada, sin pudor
abolir/abolida, derrocada, anulada
aniquilar/aniquila, reducir a la nada
cerrazón, cerrada
viscosa, densa, pegajosa
turbia, sin claridad, sucia
desarmar/desarmen, quitar el poder
desamparar, sin protección
perpleja, dudosa, confusa
sosiego, quietud, tranquilidad
pulir/puliendo, sacar brillo
encanecido, envejecer
impregnar, empapar con líquido, introducir a hasta las moléculas
espesor, grosor
preludio, antes de
benévola, comprensiva, tolerante
taumaturgo, persona capaz de realizar milagros
sórdida, miserable, mezquino
anodino, insignificante
fecunda, fértil, abundante
solemnidad, solemne, muy formal
pedante, engreído, presumido
barroca, recargada de adornos
carecer/carezco,  tener falta de algo
petrificar/petrifica, convertir en piedra, dejar inmóvil
estatuario, de estatua
hieratismo, rigidez, solemnidad
sacraliza, volver sagrado
voluble, cambiante
estorbar/estorbaré, molestar, incomodar
cebar/cebes, engordar
amordazar/amordaces, impedir que alguien hable
lápida, piedra sobre la tumba
provenir, el futuro
superfluos, innnecesario, sobrante
alondra, lark
ruiseñor, nightingale
advenimiento, la llegada de un tiempo o acontecimiento importante
estentóreo, muy fuerte, ruidoso
inequívoco, exacto, no admite duda
querella, pelea
minuciosa, con mucho detalle
rumiar/rumiaré, masticar por segunda vez, como las vacas
abonar/abona, inscribirse
lozanía, frescura en las personas
desvelar/desvela, acostarse muy tarde
emanar/emanación, desprendimiento del perfume
afanes, entregarse a una actividad con empeño
convalecientes, recuperándose de una enfermedad
manirrota, sin destreza, que todo lo arruina
chisporretea, salpicar, el aceite caliente salta
frecuentar/frecuentándolas, seguir viéndolas, con frecuencia
defraudarlas, perder la confianza
estrépito, ruido muy fuerte
ruptura, finalizar una relación
trousseau, colección de ropa
viandate, transeúnte, caminar, persona que va a pie
esfinge, personas silenciosas, monstruo con cabeza de mujer y patas de león
enroscar/enrosca, en forma de espiral
charamusca, dulce en forma de espiral o trenza
yacer/yacería, como un cadáver, estar tendida, acostada sin vida
proclividades, inclinación a lo negativo
tarada, tonta
inexacta, no es exacta
olfatear/olfatee, oler
magnanimidad, generosidad del espíritu, misericordia
pucheros, ollas que sirven para guisar, gesto que precede al llanto
recapitular/recapitulemos, resumir
morosa, con lentitud
advertir/advierte, no se dan cuenta
lícitamente, en forma legal, lo que le corresponde
imponer/impondré, poner una carga u obligación
impronta, marca o huella moral, dominio
forcejear/forcejeará, hacer fuerza, resistirse
prevalecer, sobresalir, tomar ventaja, ganar
sinuoso, tratando de ocultar el propósito, con engaños
asentir, admitir
repugnante/repugna, aversión, disgusto
salvaguardar, cuidar
ceñir/ceñirme, aceptar límites
cavilosos, muy pensativo, pensar con mucho cuidado
acarrear/acarrearía, consecuencias
suspicacia, sospecha
remanso, lugar donde el agua es tranquila
en aras, en honor de…, en favor de…

 

Tuesday, May 19, 2015

La reina de la feria Guisela Bahruth

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La reina de la feria 
Guisela Bahruth (Guatemala)



 



Contextualización socio-política

            En 1950 Jacobo Arbenz es el electo presidente de la república de Guatemala.  Éste inicia la Reforma Agraria con el decreto 900. La oposición lo cataloga como una amenaza comunista. Con la ayuda del Presidente Eisenhower, se crea la Operación Éxito, encabezada por Carlos Castillo Armas y Miguel Ydígoras Fuentes con el propósito de derrocar a Jacobo Arbenz. En 1954 y gracias al involucramiento estadounidense, el Presidente deja el poder, finalizando así la apertura democrática guatemalteca.
            Aproximadamente en 1964 nacen los grupos guerrilleros y se inicia la ofensiva. En 1968 y bajo el régimen de Méndez Montenegro se agudizan los enfrentamientos guerrilleros, los cuales siguen, con altas y bajas, hasta 1978 cuando se inicia el período presidencial de Lucas García, donde predomina la violencia, la cual llega a su apogeo en 1980 con la quema de la Embajada de España, hecho que ha sido catalogado como el símbolo de la desconformidad.
            Tras varios años de negociaciones entre los diferentes gobiernos de Guatemala y la guerrilla, y bajo el gobierno de Álvaro Arzú, el 29 de diciembre de 1996, se firma la paz en el “Acuerdo de paz firme y duradera.”
            Cabe mencionar que uno de los períodos más sangrientos en la historia de Guatemala se dio bajo el régimen de Ríos Montt (1982-1983).


            Este cuento resume la historia de tres personajes que buscando la justicia, se introducen al mundo de la guerrilla izquierdista. Los hechos suceden dentro de un marco aproximado de 20 años, entre los 60’s y 80’s.
            La decisión de fundir tres personajes en uno solo nace de la necesidad de incluir partes significativas de la vida de cada uno de ellos, sin identificarlos plenamente y así tratar de proteger sus identidades.
Por otro lado, la voz narrativa representa el dilema que miles de guatemaltecos y guatemaltecas vivieron al no tomar parte activa de la política guatemalteca y el sentimiento de culpa que esto ocasionó entre ellos y ellas.


La reina de la feria
Guisela Bahruth (Guatemala)

Cómo pretender que es un recuerdo, que la pesadilla quedó atrás si las cicatrices son perpetuas y la violencia vivida está impregnada en nuestra esencia; el terror llegó para quedarse… siempre

El encuentro

            A pesar de cubrirse la cara con esa vulgar gorra para esquiar, la reconozco. El cañón de la ametralladora descansando amenazante bajo mi quijada no me confunde, y aunque esté demandando, con extraña voz, impuestos de guerra y escupiendo toda clase de propaganda sé quién se esconde tras el disfraz. Esos ojos celestes, tan diferentes a los de cualquier otra persona, no pueden engañarme  Tienen la misma luz que vi, no hace apenas ni seis meses, cuando anunciaron que había sido electa la reina de la feria; nuestra reina. Caía el sol y el color del ocaso llenó sus ojos con ese color… el mismo color que tengo ahora frente a mí.
            ¿Qué hago aquí, en medio de este espectáculo sin sentido, participando hipnóticamente ante el encanto de una reina vestida con traje de combate y emanando aroma de revolución? ¿Cuál es mi pape en este drama, el de la pintora en busca de paisajes volcánicos dispuestos a dejarse plasmar en mi canvas o el de la prima-mejor-amiga tratando de comprender decisiones del ama, ideologías inaccesibles en mi mundo de cristal?
La lógica me impone miedo, un miedo al que mi mente rehúsa visitar, exigiendo un viaje a través de esos ojos, ignorando las máscaras y reviviendo su rostro magistralmente maquillado y enmarcado por perfectos bucles dorados, los únicos en nuestro pueblo bendito con piel canela y cabellos de azabache.
En su mirada, el mito de la guerrilla se descubre ante mí, No puedo seguir romantizándolo, viendo héroes hermosos alzando la bandera de la justicia, exigiendo la libertad, derecho único de nacimiento, más aún, pierdo la prerrogativa de aceptar versiones impuestas sobre hombres-diablos destructores de la democracia.  Voltear la cabeza hacia el otro lado no es más una opción para mí, mi país está sangrando y yo me encuentro bañada por la savia que emana de una de las miles de laceraciones infringidas por mi gobierno.
            Resulta curioso, en mi ignorancia aristócrata, mi imaginación y mi fantasía sólo pueden alcanzar paisajes límpidos, paraísos terrenales rescatados en mudos cuadros al óleo, donde el hambre, la persecución y la muerte prematura no tienen cabida. No puedo dejar de preguntarme qué barita magina  nos hace cambiar nuestros senderos, qué destello nos alumbra para abdicar reinados banales, abandonar dogmas impuestos, enfrentar nuestros miedos y entregarnos a una causa que va en contra de nuestra cuna, o nos deslumbra encegándonos y obligándonos a permaneces en nuestras jaulas de oro, pariendo niños con el pan bajo el brazo, generosamente protegidos en burbujas de jabón de olor y sin ningún derecho a sufrir por la violencia por el solo hecho de haber nacido en privilegio.
            Hoy, en la garganta de la selva, frente a frente, la representación de lo impensable; la joven romántica, inocente e ingenua tratando de pintar una paz inexistente y la reina de la feria tratando de recuperar esa paz para devolvérselas a los ignorados… un futuro asegurado, comprado generaciones atrás y otro e la mirilla, en la cuerda floja.

Amnesia temporal

            ¡Alfombra! Como una alfombra le digo mientras nos reímos a carcajadas. El encuentro, condenado a un doloroso silencio, parece no haber dejado huellas, en este momento las risas lo desvanecen nunca tuvo lugar… ¡Parecés una alfombra!
            Ese traje blanco puro y ese tul tratando de proteger esa piel igualmente transparente le dan la impresión triste de una alfombra raída. Las interminables horas bajo el sol en luchas secretas no dejaron ni una gota de color sobre su piel y hoy, en el día de su boda, la reina de la feria no logra sobresalir del vestido, parece que éste la atrapa en su blancura haciéndola casi invisible. Quizá éste debería ser su traje de combate.
            Hoy su perfume no es de guerra sino de jazmines, único digno para la ocasión. Está hermosa… al fin y al cabo todas las novias son hermosas. Pero, son sus ojos, una vez más, los que la delatan. Única luz capaz de traspasar instantes y permanecer eternidades.
            Sintiendo la falacia del momento puedo saborear el agridulce triunfo de nuestra sociedad aplastadora, sugiriéndome que los juegos de guerra, en nuestra esfera, no son más que una cortina de encajes sin el poder de cubrir nuestra verdad. Perdiéndome en su mirada me pregunto, ¿dónde quedaron los desplantes de juventud? ¿Qué pasó con la reina idealista en busca de la utopía? ¿Dónde empieza la reina y termina la guerrillera? –doble vida, navaja de doble filo.
¿Estaremos nuevamente en la boca-calle de senderos entrelazados? O, ¿Quizá frente a frente de nuestros ojos-espejos reflejando nuestras propias contrariedades? He aquí la pintora enmascarada de conformismo y sumisión, reflejándose en imágenes manchadas por la sangre de las víctimas del poder militar y cubierta de lágrimas, producto de la cobardía al no gritar a los cuatro vientos el dolor del pueblo; tomada de la mano de la reina de la feria, toda vestida de pureza y amor, perfecta representación de la esclava social, pero que en mis ojos no puede engañar a mi corazón.
            Parece que las dos estamos dispuestas a olvidar por una eternidad nuestros destinos y transformarnos una vez más en marionetas y sacar adelante la farsa a la que fuimos programadas… ¡Amén!
            Hoy, el miedo atrasado por fin me alcanza. La reina de la feria volvió a nosotros pareciendo exigir su lugar en esta suciedad. ¿Por qué mis manos sudan entonces? El peligro no existe más, no hay nubes que amenacen con soltar un rayo para atravesarla, desfigurarla y dejarla como emblema del escudo del poder asesino. ¿Por qué este miedo? Posiblemente sea sólo la tristeza de reconocer la frustración universal de nosotros los cobardes que preferimos aplaudir héroes antes de perder un milímetro de nuestro confort.
            Ante mi parálisis, le pido al cielo que sea sólo amnesia temporal…

Dolorosa promesa

            Ni un solo grito, ni una sola queja, ese cuerpo de hierro parece no conocer el dolor físico, dolor que quizá sólo pueda descubrirse más allá de sus ojos. Reconozco esta escena, todo se repite con una exactitud irreverente que parece salida de la mente torcida de Buñuel. Por segunda vez la tomo de la mano mientras su sexo se abre para da luz a una criatura condenada a sufrir las limitaciones impuestas por una tradición milenaria, agudizada por la conciencia despierta de una reina de feria. Esta niña que ahora descansa sobre el pecho de su madre ignora que l destino le tiene deparada una corta vida de tranquilidad y armonía hogareña.
            Sin quitar la vista ni un instante de la criatura, la reina de la feria me hace oficial su decisión de continuar con la lucha. El secreto está a flor de piel. No exijo explicaciones aunque no alcanzo a comprender sus razones. No tengo otra opción más que aceptar la responsabilidad futura de sus hijas, haciendo honor al compromiso imborrable del madrinazgo. Y sin que en ningún momento esta conversación se distorsione en un drama, las promesas quedan selladas mientras nuestros meñiques se entrelazan.
            Por un momento me siento culpable y mi mente se nubla, ¿no debería ser yo la guerrera? ¿Dónde están mis agallas? ¿Qué me obliga a ocultar este volcán de inconformidad que está listo para explotar? Si crecimos entre la misma abundancia falsa, ¿en qué momento le creció la conciencia a una, mientras que a la otra se le enterraba en la vergüenza de la tolerancia? El dolor me inunda éste es el castigo por mi pecado de omisión.
            -Escuchame bien, vos sos mi memoria, mi historia. Mi historia que refleja la historia de nuestro país. Cuidate y cuidala porque no faltará gente que trate de cambiarla o peor aún, de anularla. Yo vivo en tu conciencia y vos continuarás en la conciencia de los de después… ésa es tu lucha.
            Dentro de estas circunstancias las lágrimas no tienen cabida, el nudo en la garganta tendrá que permanecer inmóvil un tiempo más. El dolor se agudiza al enterarme que estas niñas perderán a su padre también, compañero fiel en la lucha que en estos momentos no tiene sentido. Una lucha necesaria que hace víctimas a tantos inocentes, seres sin rostros y sin nombres por lo que debería sentirme responsable, pero que mi corazón rechaza, pues es más fuerte el amor egoísta que siento por las princesas que crecerán sin reina ni trono. Hoy puedo reconocer la herida nacida el día del encuentro, con la carne al rojo vivo redescubro mi cobardía y acepto mi papel, aún y cuando no sé si podré cumplir con él.

Pensando en ti

            Otra vez leyendo el periódico, propaganda de opresores. Ayer hice lo mismo. No sé por qué insisto en hacerlo cuando estoy segura que éste es el último lugar donde voy a encontrar algún indicio que me indique que seguís viva. Tu presencia es tan real que hasta me he descubierto hablándote, siempre en susurros para que nadie descubran nuestro secreto. Aunque ahora no estoy segura que este silencio cómplice sea para protegerte o protegerme. Tengo miedo que alguien descubra lo que sé. Este miedo me obliga a seguir representando mi papel en esta sociedad, mientras cumplo al pie de la letra con nuestra herencia. Por suerte mi ego me distrae cuando me obliga a enfocarme en el orgullo que los nuestros muestra al verse revindicados en mí, la perfecta representación de lo que te obliga luchar.
            Hoy se cumplen dos años desde que te descaeciste en la boca de la selva. Las niñas resignadas llaman mama a su abuela. Yo, sin embargo no he tenido corazón para estar a su lado. El resentimiento de tu abandono me llena de culpas, desilusión y rabia. No quiero que ellas lo descubran en mis ojos. Otro acto de cobardía de mi parte. Ya ves, todavía mantengo mi cabeza enterrada como una avestruz, mientras trato de aplacar mi conciencia con el poder que me concede el dinero. Algo más y muy importante, no sé si sabés que nuestro contacto murió ayer, el cáncer lo acabó. Hace seis meses se lo descubrieron, fue demasiado tarde, estaba completamente invadido, estarán velándolo en este momento. ¿Ahora qué? ¿Quién me va a hablar de ti? ¿Hay alguien más dispuesto a correr el riesgo?
            Malas noticias me llegan en blanco y negro; lluvia de acero, explosiones de odio. ¿Estará tu mano de reina cubierta con sangre de inocentes? Quisiera sentirme fiel a ti, a tu ideal, pero las imágenes de niños sin padres y de madres con el vientre seco, me hacen temblar. ¿Violencia contra violencia? ¿Es justificable la mano asesina que trata de acabar con otra igualmente asesina? ¿Habrá una excusa para las víctimas de la guerra? Dime que tus anos de reina están tan blancas como las recuerdo, que tu sentido de justicia está intacto… ¿Cómo hago para secar tanta lágrima a mi alrededor?

Tiempo de terror

            ¡6:00am, bonita hora para destrozar esperanzas! Desde el umbral de mi puerta, una voz, antes familiar, ahora de ultratumba se impone, hace que mis emociones se evaporen. No siento nada. No puedo recordar cuándo me abandonó la costumbre de leer los periódicos. Frente a mí la noticia tan temidamente esperada. ¡Es ella! ¡La mataron!
            Silencio.
            No es noticia de portada. En la página cinco, una foto mal enfocada con una lastimosa explicación: Cuerpo mutilado es accidentalmente descubierto por campesinos. Las lágrimas se niegan a brotar. El nudo sigue inmóvil.
            Mi costumbres me visten y me levan al lugar donde mis preguntas serán ignoradas. Necesito estar segura antes de dar cabida a mi dolor. Mis sentidos anonadados me impiden reconocer tu muerto. Voces hechas mariposas revolotean sobre mí incapaces de penetrarme.
            Ante mí la reina de la feria, descuidadamente cubierta con una sábana que se ha apoderado no sólo de su silueta sino de su sangre. Muy cerca alguien mastica el chicle tranquilamente, más allá un cigarrillo es prendido, hay alguien con un resfriado infernal; estornudos. Salud, salud, salud Otra vez la fuerza de la costumbre me hace  responder.
            ¡Discúlpeme pero no tengo todo el día! Insiste una mariposa. Es mi prima, es mi única respuesta. Ya no hay nada más que hacer. La reina de la feria está muerta.
            Tras las firmas necesarias e interminables advertencias de dejar las cosas tranquilas, recupero su cuerpo. Ya habrá tiempo para llorar la pérdida. Me siento vencida, mi miedo me aprisiona. Mi voz se apaga mientras que un sin fin de gritos aterradores se pierden en mi silencio cobarde.
            Todo debe hacerse rápidamente, no puedo permitir que su madre descubra lo que queda de la reina de la feria. Una bolsa plástica y una caja sellada son suficientes. ¿Por qué tanta crueldad? ¿Por qué la tortura? ¿Qué pasó con la famosa ley fuga? ¿Olvidaron sus asesinos el tiro de gracia? ¿Es mucho pedir una muerte más humanitaria en esta lucha de poderes?
            El tiempo de terror apenas empieza.

Dos segundos después

            La semilla enterrada en mi conciencia no puede germinar mientras huyo a mi auto destierro. Queda en el olvido, único lugar que no amenaza mi cordura. Una nueva vida me espera en territorios extraños. Muy pronto voy a estrenarme como extranjera. No más reinas de feria que me quiten el sueño. No más secretos que me llenen de culpabiblidad. Estoy a salvo, puedo volver a pintar paisajes, ahora ajenos, donde l hambre, la persecución y la muerte prematura no tienen cabida. ¡Qué fácil es pretender!
            Dos egundos después, o fueron veinte años, trato de hacer memoria, pero lo que atraviesa mi mente no son recuerdos. Son realidades, lo vivo una vez más. Hoy es un día de fiesta. La paz llega al pueblo con unas cuantas firmas y algunas advertencias de dejar las cosas tranuilas. No hay lugar para rencores. La reina de la feria no es más que una triste estadística, que hasta los fefensores de los derechos humanos se refieren en pretérito, sin darse cuenta que un hecho de esta magnitud permanece en presente en la conciencia colectiva.
Siempre.

            La Semilla gemina, me trae dolor. La culpabilidad de haber permanecido al margen del abismo me pesa. Al otro lado de mi ventana llueve otoño, llueve gris, llueve acero. La reina de la feria se hace presente. El ángel celeste de su mirada retorna a mi conciencia. El nudo en mi garganta se desprende en reflejos de paisajes límpido, paraísos terrenales donde el hambre, la persecución y la muerte prematura son el fondo para cuadros al óleo llenos de historia.
Mi denuncia.
Ahora comprendo que el eterno terror de mi lucha no tiene nada que ver con la violencia de ideologías cruzadas, con memorias que se niegan a ser recuerdos o con gobiernos asesinos. Nunca fue. En mi patria o en mi destierro, hace dos segundos o en este instante, la única batalla para mí sigue siendo el miedo de reconocerme en el reflejo de mis propios ojos y aceptar que a pesar de esta pesadilla, mi esencia puede convertir los recuerdos en recuerdos, mientras abraza mis cicatrices.
            La historia de la reina de la feria vive en mi conciencia y seguirá viviendo en la de los de después.
            Quizá ahora pueda llorar…




Términos especiales

Ametralladora, arma de fuego automática

Impuestos de guerra, pago que se hace a la guerrilla en el momento de ser interceptado o interceptada. Puede consistir desde herramientas de carro, llantas de repuesto, dinero, joyas, etc.

A flor de piel, un hecho o un sentimiento que es obvio

Mama, nombre cariñoso que se le da a las mamás o a las abuelas. Generalmente mama va seguido del nombre de la abuela

Ley fuga, dar esperanzas falsas antes de que alguien es asesinado. Este sistema era comúnmente usado por los militares y los escuadrones de la muerte. Consistía en decirle a la víctima que estaba libre y que tenía unos segundos para huir. Cuando la víctima lo intentaba, era asesinada por la espalda y a sangre fría.

Tiro de gracia, tiro que se da en la sien para acelerar el final a una persona que está herida de muerte.

Vocabulario

Derrocar, derribar a una persona de un cargo importante
Predominar, prevalecer, sobresalir
Apogeo, punto culminante o más intenso
Impregnada, entrar hasta el fondo
Quijada, mandíbula
Emanar/emanando, emitir, desprenderse de un cuerpo
Plasmar, dar forma, representar un sentimiento  o una idea en un medio físico
Magistralmente, perfectamente
Bucles, pelo rizado
Azabache, color negro profundo
Savia, líquido que emana de las plantas
Límpido, puro, sin manchas
No tener cabida, no pertenecen
Destello, luz
Abdicar, renunciar a un cargo
Impensable, imposible de imaginar o pensar
En la mirilla, punto de enfoque
En la cuerda floja, sin mucho balance, en peligro
Tul, tejido casi transparente
Raída, muy gastada por el uso
Delatar, poner en manifiesto
Traspasar, atravesar
Falacia, mentira
Aplastar/aplastadora, derrotar, destruir
Encajes, tejidos muy delicados
Desplantes, acto de arrogancia o insolencia
Enmascarar/enmascarada, cubrirse con una máscara
Marionetas, títere o muñecos que se mueven por medio de hilos
Farsa, engaño
Agudizar/agudizada, hacer algo más intenso
Deparar/deparada, presentar, conceder, dar
Agallas, valentía
Lluvia de acero, lluvia de balas
Destrozar, despedazar, destruir
Ultratumba, más allá de la muerte
Mutilar/mutilado, faltando ciertas partes del cuerpo, cortar partes de un cuerpo
Dar cabida, abrir un lugar o espacio, aceptar
Revolotear, mover las alas rápidamente
Estrenar/estrenarme, presentar por primera vez









Sunday, May 10, 2015

Cartas de amor traicionado Isabel Allende

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Cartas de amor traicionado
Isabel Allende (Chile)









La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su padre no soportó la tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en el pecho. Agonizó varios días con el nombre de su mujer en los labios. Su hermano Eugenio administró las tierras de la familia y dispuso del destino de la pequeña huérfana según su criterio. Hasta los seis años Analía creció aferrada a las faldas de un ama india en los cuartos de servicio de la casa de su tutor y después, apenas tuvo edad para ir a la escuela, la mandaron a la capital, interna en el Colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón, donde pasó los doce años siguientes. Era buena alumna y amaba la disciplina, la austeridad del edificio de piedra, la capilla con su corte de santos y su aroma de cera y de lirios, los corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos la atraía era el bullicio de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que lograba burlar la vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos robados se sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado.
Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio recomendándole que se portara bien y honrara la memoria de sus padres, quíenes habían sido dos buenos cristianos en vida y estarían orgullosos de que su única hija dedicara su existencia a los más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al convento. Pero Analía le hizo saber desde la primera insinuación que no estaba dispuesta a ello y mantuvo su postura con firmeza simplemente para contradecirlo, porque en el fondo le gustaba la vida religiosa. Escondida tras el hábito, en la soledad última de la renuncia a cualquier placer, tal vez podría encontrar paz perdurable, pensaba; sin embargo su instinto le advertía contra los consejos de su tutor. Sospechaba que sus acciones estaban motivadas por la codicia de las tierras, más que por la lealtad familiar. Nada proveniente de él le parecía digno de confianza, en algún resquicio se encontraba la trampa.
Cuando analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por primera vez. La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos, porque ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los patios traseros y no se reconocieron.
–Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía –comentó el tío revolviendo su taza de chocolate–. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta te notifiqué que a partir de la fecha de este cumpleaños recibirás una suma mensual para tus gastos, tal como lo estipuló en su testamento mi hermano, que en paz descanse.
–¿Cuánto? –Cien pesos. –¿Es todo lo que dejaron mis padres? –No, claro que no. Ya sabes que la hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una mujer, sobre todo en estos tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te haré llegar una mensualidad que aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad. Luego veremos.
–¿Veremos qué, tío? –Veremos lo que más te conviene. –¿Cuáles son mis alternativas? –Siempre necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo lo he hecho todos estos años y no ha sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo prometí a mi hermano en su última hora y estoy dispuesto a seguir haciéndolo por ti.
–No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo de mis tierras.
–¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún pretendiente? – ¡Cómo se le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas. Es sólo una manera de hablar. ¡Qué cosas dice esta muchacha! Analía Torres se puso de pie, se estiró los pliegues del uniforme, hizo una breve reverencia más bien burlona y salió. La Madre Superiora le sirvió más chocolate al caballero, comentando que la única explicación para ese comportamiento descortés era el escaso contacto que la joven había tenido con sus familiares.
–Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han mandado un regalo de Navidad –dijo la monja en tono seco.
–Yo no soy hombre de mímos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y he cuidado sus intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita más cariño, las mujeres son sentimentales.
Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta oportunidad no pidió ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora que su propio hijo deseaba mantener correspondencia con Analía y a rogarle que le hiciera llegar las cartas a ver si la camaradería con su primo reforzaba los lazos de la familia.
Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel blanco y tinta negra, una escritura de trazos grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el campo, de las estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los pensamientos que escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho con los mismos trazos firmes de la caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única posibilidad de volar. Se escondía en el desván, no ya a inventar cuentos improbables, sino a releer con avidez las notas enviadas por su primo hasta conocer de memoria la inclinación de las letras y la textura del papel. Al principio no las contestaba, pero al poco tiempo no pudo dejar de hacerlo. El contenido de las cartas se fue haciendo cada vez más útil para burlar la censura de la Madre Superiora, que abría toda la correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron ponerse de acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.
Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis, porque cuando ella vivía en casa de su tío el muchacho estaba interno en un colegio en la capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez enfermo contrahecho, porque le parecía imposible que a una sensibilidad tan profunda y una inteligencia tan precisa se sumara un aspecto atrayente. Trataba de dibujar en su mente una imagen del primo: rechoncho corno su padre con la cara picada de viruelas, cojo y medio calvo; pero mientras más defectos le agregaba más se inclinaba a amarlo. El brillo del espíritu era lo único importante, lo único que resistiría el paso del tiempo sin deteriorarse e iría creciendo con los años, la belleza de esos héroes utópicos de los cuentos no tenía valor alguno y hasta podía convertirse en motivo de frivolidad, concluía la muchacha, aunque no podía evitar una sombra de inquietud en su razonamiento. Se preguntaba cuánta deformidad sería capaz de tolerar.
La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los cuales la muchacha tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma definitivamente entregada. Si cruzó por su mente la idea de que aquella relación podría ser un plan de su tío para que los bienes que ella había heredado de su padre pasaran a manos de Luis, la descartó de inmedíato, avergonzada de su propia mezquindad. El día en que cumplió dieciocho años la Madre Superiora la llamó al refectorio porque había una visita esperándola. Analía Torres adivinó quién era y estuvo a punto de correr a esconderse en el desván de los santos olvidados, aterrada ante la eventualidad de enfrentar por fin al hombre que había imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la sala y estuvo frente a él necesitó varios minutos para vencer la desilusión.
Luis Torres no era el enano retorcido que ella había construido en sueños y había aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro simpático de rasgos regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos claros de pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los santos de la capilla, demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del impacto y decidió que si había aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor razón podía querer a este joven elegante que la besaba en una mejilla dejándole un rastro de lavanda en la nariz.
Desde el primer día de casada Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó entre las sábanas bordadas de una cama demasiado blanda, supo que se había enamorado de un fantasma y que nunca podría trasladar esa pasión imaginaria a la realidad de su matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación, primero descartándolos como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir ignorándolos, tratando de llegar al fondo de su propia alma para arrancárselos de raíz. Luis era gentil y hasta divertido a veces, no la molestaba con exígencias desproporcionadas ni trató de modificar su tendencia a la soledad y al silencio. Ella misma admitía que con un poco de buena voluntad de su parte podía encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta como hubiera obtenido tras un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa extraña repulsión por el hombre que había amado por dos años sin conocer. Tampoco lograba poner en palabras sus emociones, pero si hubiera podido hacerlo no habría tenido a nadie con quien comentarlo. Se sentía burlada al no poder conciliar la imagen del pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso. Luis nunca mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un beso rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco adecuado a la vida matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses comunes y el futuro de la familia importaban mucho más que una correspondencia de adolescentes. No había entre los dos verdadera intimidad. Durante el día cada uno se desempeñaba en sus quehaceres y por las noches se encontraban entre las almohadas de plumas, donde Analía –acostumbrada a su camastro del colegio– creía sofocarse. A veces se abrazaban de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la actitud de quien cumple una exigencia del cuerpo porque no puede evitarlo. Luis se dormía de inmediato, ella se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad y una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó diversos medios para vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en la memoria cada detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura determinación, hasta el de vaciar la mente de todo pensamiento y trasladarse a una dimensión donde él no pudiera alcanzarla. Rezaba para que fuera sólo una repugnancia transitoria, pero pasaron los meses y en vez del alivio esperado creció la animosidad hasta convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra.
Los esposos Torres vivían en la propiedad adquirida por el padre de Analía cuando ésa era todavía una región medio salvaje, tierra de soldados y bandidos. Ahora se encontraba junto a la carretera y a poca distancia de un pueblo próspero, donde cada año se celebraban ferias agrícolas y ganaderas. Legalmente Luis era el administrador del fundo, pero en realidad era el tío Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis le aburrían los asuntos del campo. Después del almuerzo, cuando padre e hijo se instalaban en la biblioteca a beber coñac y jugar dominó, Analía oía a su tío decidir sobre las inversiones, los animales, las siembras y las cosechas. En las raras ocasiones en que ella se atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la escuchaban con aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus sugerencias, pero luego actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los potreros hasta los límites de la montaña deseando haber sido hombre.
El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentímientos de Analía por su marido. Durante los meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero Luis no se impacientó, atribuyéndolo a su estado. De todos modos, él tenía otros asuntos en los cuales pensar. Después de dar a luz, ella se instaló en otra habitación, amueblada solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo cumplió un año y todavía la madre cerraba con llave la puerta de su aposento y evitaba toda ocasión de estar a solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de exigir un trato más considerado y le advirtió a su mujer que más le valía cambiar de actitud, antes que rompiera la puerta a tiros. Ella nunca lo había visto tan violento. Obedeció sin comentarios. En los siete años siguientes la tensión entre ambos aumentó de tal manera que terminaron por convertirse en enemigos solapados, pero eran personas de buenos modales y delante de los demás se trataban con una exagerada cortesía. Sólo el niño sospechaba el tamaño de la hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche llorando, con la cama mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció irse secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se abandonó a sus múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios días en inconfesables travesuras. Después, cuando dejó de disimular sus actos de disipación, Analía encontró buenos pretextos para alejarse aún más de él. Luis perdió todo interés en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó, contenta de esa nueva posición. Los domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor discutiendo las decisiones con ella, mientras Luis se hundía en una larga siesta, de la cual resucitaba al anochecer, empapado de sudor y con el estómago revuelto, pero siempre dispuesto a irse otra vez de jarana con sus amigos.
Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de iniciarlo en el gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió que ya era tiempo de darle una educación más formal, lejos de los mimos de la madre, y quiso mandarlo a un colegio en la capital, a ver si se hacía hombre de prisa, pero Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo que aceptar una solución menos drástica. Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde permanecía interno de lunes a viernes, pero los sábados por la mañana iba el coche a buscarlo para que volviera a casa hasta el domingo. La primera semana Analía observó a su hijo llena de ansiedad, buscando motivos para retenerlo a su lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura parecía contenta, hablaba de su maestro y de sus compañeros con genuino entusiasmo, como si hubiera nacido entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres meses después llegó con su boleta de notas y una breve carta del profesor felicitándolo por su buen rendimiento. Analía la leyó temblando y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Abrazó a su hijo conmovida, interrogándolo sobre cada detalle, cómo eran los dormítorios, qué le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos amigos tenía, cómo era su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo de la escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas calificaciones, que Analía coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de mermelada y canastos de frutas para toda la clase. Trataba de no pensar en que esa solución apenas alcanzaba para la educación primaria, que dentro de pocos años sería inevitable mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría verlo durante las vacaciones.
En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado, se dispuso a hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de jinete ante un grupo de compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de una patada le reventó los testículos. Nueve días después Torres muríó aullando de dolor en una clínica de la capital, donde lo llevaron en la esperanza de salvarlo de la infección. A su lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que nunca pudo darle y de alivio porque ya no tendría que seguir rezando para que se muriera. Antes de volver al campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en su propia tierra, Analía se compró un vestido blanco y lo metió al fondo de su.maleta. Al pueblo llegó de luto, con la cara cubierta por un velo de viuda para que nadie le viera la expresión de los ojos, y del mismo modo se presentó en el funeral, de la mano de su hijo, también con traje negro. Al término de la ceremonia el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a pesar de sus setenta años bien gastados, le propuso a su nuera que le cediera las tierras y se fuera a vivir de sus rentas a la ciudad, donde el niño terminaría su educación y ella podría olvidar las penas del pasado.
–Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices –dijo.
–Tiene razón, tío. Luis me engañó desde el principio. –Pos Dios, hija, él siempre fue muy discreto y respetuoso contigo. Luis fue un buen marido. Todos los hombres tienen pequeñas aventuras, pero eso no tiene la menor importancia.
–No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. –No quiero saber de qué se trata. En todo caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor. Nada les faltará. Yo me haré cargo de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y todavía puedo voltear un toro.
–Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el campo. En los últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La única diferencia será que ahora tomaré mis decisiones sin consultar con nadie. Por fin esta tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.
En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las sábanas que había compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la habitación principal; enseguida estudió a fondo los libros de administración de la propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes buscó un capataz que ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las riendas bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero, se lo puso y así ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo el brazo una vieja caja de sombreros.
Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la última clase de la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía su hijo en alegre carrera, quien al verla se detuvo en seco, porque era la prímera vez que su madre aparecía en el colegio.
–Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro –dijo ella.
En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto privado, y entró sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos de biología en las paredes. Había el mismo olor a encierro y a sudor de niños que había marcado su propia infancia, pero en esta oportunidad no le molestó, por el contrario, lo aspiró con gusto. Los pupitres se veían desordenados por el día de uso, había algunos papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a ver una columna de números en la pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una plataforma, se encontraba el maestro. El hombre levantó la cara sorprendido y no se puso de pie, porque sus muletas estaban en un rincón, demasiado lejos para alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el pasillo entre dos hileras de pupitres y se detuvo frente a él.
–Soy la madre de Torres –dijo porque no se le ocurrió algo mejor.
–Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que nos ha enviado.
–Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuen– tas –dijo Analía colocando la caja de sombreros sobre la mesa. –¿Qué es esto? Ella abrió la caja y sacó las cartas de amor que había guardado todo ese tiempo. Por un largo instante él paseó la vista sobre aquel cerro de sobres.
–Usted me debe once años de mi vida –dijo Analía. –¿Cómo supo que yo las escribí? –balbuceó él cuando logró sacar la voz que se le había atascado en alguna parte.
–El mismo día de mi matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito y cuando mi hijo trajo a la casa sus primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora que lo estoy mirando no me cabe ni la menor duda, porque yo a usted lo he visto en sueños desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? –Luis Torres era mi amigo y cuando me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció que hubiera nada de malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando usted me contestó ‘ya no pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé mi vida, los únicos en que he esperado al– go. Esperaba el correo.
–Ajá. –¿Puede perdonarme? –De usted depende –dijo Analía pasándole las muletas. El maestro se colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio del patio, donde todavía no se había puesto el sol.

Personajes
Analía Torres, protagonista, huérfana, se enamora de un sueño
Eugenio Tores, tío de Analía y administrador de sus bienes
Luis Torres, primo de Analía y su futuro esposo
Maestro de la escuela, amigo de Luis Torres y maestro del hijo de Analía

Vocabulario
Fiebre delirante, fiebre con alucinaciones
Austeridad, sobriedad, sin adornos
Olor acre, no muy agradable
Decapitadas, sin cabezas
Novicia, antes de ser monja
Hábito, ropa con qu se visten las monjas y novicias
Resquicio, una abertura pequeña
Estipular/estipuló, dejar órdenes claras y concretas
Pretendiente, enamorado
Camaradería, amistad
Avidez, deseo fuerte
Rechoncho, gordito
Mezquindad, avaricia
Bobalicón, bobo
Amaño, forma de conseguir algo que quizá no es justo
Inconfesable, algo que no puede contarse –aventuras de Luis Torres con otras mujeres-
Jarana, diversión fiesta
Pelotera, fiesta, muchas personas
Irremediable, que no se puede remediar, no se puede corregir
Tropel, movimiento de un grupo con rapidez y en desorden
Muletas, instrumentos para ayudar a una persona con problemas con las piernas a caminar
Pupitres, escritorios
Atascado, trabado
Bullicio, ruido