Carlos Fuentes
I
Vine
porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro
olvidado cuyas páginas habían reproducido un
espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo
de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados
en las estanterías más altas, no fueron
leídos durante mucho
tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de
manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo
de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre
ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la
decepcionante realidad de la primera función de ballet a la
que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una
serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de
arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra
vez, ¿por qué? Los hijos que son
desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y
regresan avergonzadas a la casa, así como las que de
buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida
exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia
amenazada, ¿por qué? No recuerdo las
respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con
la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que
partía de la X que debía indicar, sin
duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y
tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo
libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que
sólo de mi imaginación podían surgir todos
esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que
bogaban el día entero sobre una
barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos?
Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al
principio no escuché los pasos ligeros
que, después de correr sobre
la grava del jardín, se detenían a mis espaldas.
Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si
su espíritu travieso,
cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los
vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios
hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo
con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco
demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por
así decirlo, un punto
intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de
mímica adulta que los
niños bien educados
deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida.
La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza,
al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos.
Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que
acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda
pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera,
interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida
para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en
el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el
prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de
sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia
detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones
de florecillas apretados con ligas alrededor de
los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba
el aire y la niña lloraba de gusto.
Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me
acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento
que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra
parte, quizás en el jardín de la casa de
Amilamia, pues la única bolsa de su
delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores
blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a
los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que
nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese
adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia
riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi
cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo
en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo
en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba
alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los
calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la
barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto,
exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando
animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida
bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando
fijamente el horizonte más allá de la colina,
canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros,
gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo,
nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de
estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo
fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de
cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un
castaño quemado. Y sólo hoy pienso que
Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de
apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia
infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser
mía en la lectura.
Entonces
no. Entonces soñaba con las mujeres
de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la
Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres
reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que
esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia
hacia mi compañía infantil a una
aceptación de la gracia y
gravedad de la niña, y de allí a un rechazo
impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no
era, aún, la memoria y su
nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una
flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por
el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las
piñas que Amilamia
guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado
barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa
tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella
caímos juntos,
Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y
sentí su jadeo en mi
oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los
brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y
el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego
Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en
el bosque. Dudé entre rasgar la
tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la
granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella
no regresó al parque. Yo, a
los pocos días, salí de vacaciones y
después regresé a los deberes del
primer año de bachillerato.
Nunca la volví a ver.
II
Y
ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser
real es más dolorosa, regreso
a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy
cuenta de la pequeñez del recinto
boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con
una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado
y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un
pequeño jardín rodeado de rejas
mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado
apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que
mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi
ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que
era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus
diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos?
Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se
empeñaba en darle.
Me
buscas aquí como te lo divujo.
Entonces habría que cruzar el
jardín, dejar atrás el bosque,
descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese
breve campo de avellanos -era aquí, seguramente,
donde la niña recogía los pétalos blancos-,
abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar,
saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la
adolescencia, como por milagro, habían logrado
suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos,
campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero
imán: el jardín silencioso o la
ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de
mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el
papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero
imán del momento que
vivo, y sólo pensarlo me
sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los
catorce años, se vio obligada
a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente
diplomado, dueño de un despacho,
asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que
mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado
por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las
que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de
este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus
largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el
rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un
afilador aquí, el martilleo de
un zapatero allá. En las cerradas
laterales, juegan los niños del barrio. La música de un
organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las
rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que
entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados,
colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a
sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena
de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera
quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la
dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o
acaso habrá olvidado las tardes
pasadas en el jardín.
La
casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas
enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso
barandal neoclásico que debe
ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el
cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de
cualquier ilusión. Amilamia ya no
vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer
quince años en la misma
casa? Además, pese a su
independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada,
bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin
duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto
el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra
contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la
necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un
libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina,
olvidaría el momento que sólo importaba por su
sorpresa fugaz.
Vuelvo
a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento
sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja
escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor
desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del
zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al
escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de
nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No
obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados.
Me retiro del portón, sin alejar la
mirada de las mínimas rendijas,
como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la
atención fija en esa
puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo
me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo,
aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja
por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me
ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre
helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de
Amilamia. Allá, detrás de la
balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones,
pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de
cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre
una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En
el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que
alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben.
¿Quién es Valdivia? Ha
declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha
preguntado la señorita con una
curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga
nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la
repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por
ello más intenso- con el
deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de
saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la
entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me
permitió cerrar los ojos
durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea,
el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa
vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce
o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los
veintidós años, era madre de
una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos
juegos, ¿quién sabe?, iba al
mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco
el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he
equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta
en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin
maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber
abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa
con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia. -Toso y
me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi
cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer
me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una
cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro.
Me mira impávida.
-Ah
sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo
que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le
cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con
un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al
lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre
los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la
cara a la señora que me sigue
con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo
que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que
juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y
quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta
me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento
largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes,
pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en
los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala
un viejo sofá de alto respaldo
enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las
plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a
tomar asiento en el sofá antes de que ella
lo haga en la mecedora.
A
mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El
señor Valdivia se
excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo
esa revista de cartones cómicos.
-La
manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella
continúa meciéndose. La revista
está garabateada con un
lápiz rojo.
-...y
me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis
ojos buscan rápidamente.
-...Debe
hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece
que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del
asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las
manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante,
una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me
contesta.
-...¿por lo menos quince
años, no es
cierto...?
No
afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no
hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido
y...?
Me
mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en
silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las
manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces,
regresaré esta misma tarde
con mis papeles...
La señora asiente mientras, en silencio,
recoge el lápiz labial, toma la
revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La
escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un
cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las
tablas opacas del piso y la extensión de la estancia,
la señora se mece y roza
con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el
supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la
casa. La señora se incorpora,
apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las
espaldas estrechas y huesudas.
Abre
la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero
la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro
sillas de níquel y hulespuma,
ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de
la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en
ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas.
Sobre la mesa sólo hay un frutero
de plástico con un racimo
de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos
cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a
romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que
deseo saber.
-¿No podríamos subir a la
azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y
contrastado, quizás, con la penumbra
del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-.
La extensión la sabe bien el
señor... Valdivia...
Y
esas pausas, una antes y otra después del nombre del
propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en
defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un esfuerzo
por sonreír-. Quizás prefiero ir de
arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo
hacia arriba.
-Usted seguirá mis indicaciones
-dice la señora con los brazos
cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes
de sonreír débilmente, me obligo
a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta
el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la
mirada, los números y
apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el
ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al
llenar la página cuadriculada
de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir
al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta
satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si
bien obtendría un respuesta, no
sabría la verdad. Mi
delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle
no me detendría a contemplar,
pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes
ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad
para convertirse en un lugar común del misterio Tal
es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi
apetito de imaginación seguiré las reglas del
juego, agotaré las apariencia y no
reposaré hasta encontrar la respuesta
-quizá simple y clara,
inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario
tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una
extrañeza gratuita? Si es
así, sólo gozaré más en los laberintos
de mi invención. Y la moscas
zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo
mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que
han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No
miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo
anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor,
apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el
acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la
de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el
piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se
retiran, cada vez más débiles, a lo largo
del piso, hacía donde está la señora...
Cierro
mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al
darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla
Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de
espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y
colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir
mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises,
cuelgan de los pómulos salientes y
las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste
una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de
barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es
ese jadeo difícil (como si la
respiración debiera vencer
los obstáculos de una y otra
compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre
los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes...
-y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La
aparición de este lobo asmático justifica un
pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga
se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de
goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
-Valdivia
murió hace cuatro años -dice el hombre
con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la
laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado
por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los
rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de
todo, fingir por última vez, inventar
que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi
brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja
y al fin cae, débil y tembloroso,
antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por
primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco
que no logra descomponer el azoro rígido de sus
facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos
viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir
sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo
para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por
algo que yo no tenía el derecho de
compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de
manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme,
voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el
libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi
historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la
fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules...
Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha
debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?
Ese
pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis
ilusiones. Allí está la respuesta. Usted
la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin
Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una
triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos
ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre
solitario? ¿Cuándo esos labios de
hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que,
ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las
cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en
el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con
la voz aún más apagada, el
viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La
voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por
favor...
Cierro
los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las
cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo,
bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era
una colina de hierba y Amilamia había trazado un
sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar,
acompañada por la música, sí, la música de mis ojos,
las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de
mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?...
bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el
que ustedes tienen tendido en la azotea...
Toman
mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y
el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me
conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la
cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos, por favor...
-El
aire la hacía llorar cuando
corría; llegaba hasta mi
banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No
abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo era, cómo era?
-Se
sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las
ramas y fingía el llanto para
que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los
goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma
asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un
cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un
cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella
muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los
viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en
seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por
esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi
encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen
una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del
nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas,
iluminada por las uñas incandescentes de los pesados
cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el
centro del plexo y sólo de allí, del sol de la
vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y
entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes
usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas
transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines
del diablo, las muñecas despelucadas y
ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de
hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar
roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos
gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de
bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y
al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado
sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida,
claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la
muerte, parte de un asativo que cocía todos los
elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y
entre las sábanas de seda negra
y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno,
enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas
que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una
sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque.
Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que
yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la
madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los
viejos se han hincado, sollozando.
Yo
alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento
el frío de esas facciones
dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de
esta cámara real de la
muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no
olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto
los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan
sobre la tez de la muñeca.
Y
la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de
los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la
espalda al túmulo de Amilamia.
La mano de la señora toca mi brazo.
Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
-No
vuelva, señor. Si de veras la
quiso, no vuelva más.
Toco
la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo,
hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al
patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o
diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de
espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me
he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas
de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La
imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que
viviré para siempre con mi
verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a
repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos
del avalúo. Y de sus páginas, otra vez,
cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su
plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla.
Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo,
aceptarían este regalo.
Me
pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y
ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me
acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados
que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de
bendición mojada que parece
remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una
raíz en el polvo.
Toco
el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que
la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas
del saco. También mi ropa, mi
cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre
la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla
y me sonríe con una mueca
inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo:
un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de
cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del
delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el
cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos
ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin
dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora
miedoso.
-No,
Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y
desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez
más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no
debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del
demonio! ¿Quieres que te
azote otra vez?
Y
el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y
las pequeñas manos asustadas
dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.