Manuel Rojas -Chile-
El vaso de leche
Manuel Rojas (1896-1973) -Chile-
Afirmado en la barandilla de estribor, el
marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de
papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la
pipa.
Entre
unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el
mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los
bolsillos, distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le
gritó en inglés:
-I say;
look here! (¡Oiga, mire!)El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó
en el mismo idioma:
-Hallow!
What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are
you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual el
joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como
para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero una sonrisa
triste:
-No, I
am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias,
marinero.)
-Very
well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero,
escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El
joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad,
pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un
instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos,
grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero,
y éste, sin llamarlo previamente, le gritó:
-Are
you hungry?
No había terminado aún su pregunta cuando el
atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las
manos, contestó apresuradamente:
-Yes,
sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en el
aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las
gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el suelo,
restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de
puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como
para pedir de comer a uno que hable ese idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a
corta distancia de allí, presenció la escena.
Él
también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y
más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de
las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad
de los marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de
carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso
reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo
que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las
callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés
procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que
servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus
ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó
hacia el norte embarcose ocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de
zarpar y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que
tocó el vapor lo desembarcaron, y allí quedó, como un fardo sin dirección ni
destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber
trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero
después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas
de tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud,
sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes
y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un tráfago angustioso.
Estaba
poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas
como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho
varios viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores,
desempeñando distintos trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi
no tenían explicación.
Después que se fue el vapor anduvo, esperando
del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras volvía a sus
canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco movimiento y en
los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban
por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él,
desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al
ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los
días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué
extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y
pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no se cree
hasta no haber visto un ejemplar.
*
Al día siguiente, convencido de que no podría
resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse
alimentos.
Caminando,
fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargaba
trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados
sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la
bodega, donde los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta
que atreviose a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y
animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante
el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y
le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al
hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el
murallón del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y
cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve descanso
y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo
que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su
hambre.
Terminó la jornada completamente agotado,
cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los trabajadores se
retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo
marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo
que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible
conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre era
pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día
siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no
adelantaban un centavo.
-Pero
-le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No
tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa
angustiosa y se fue. Le acometió entonces una desesperación aguda. ¿Tenía
hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo
a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo,
no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y
fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que
estaba aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una quemadura en las
entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente y
creyó que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto
ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro de su madre
y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante
sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el
desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba
despacio. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al
suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo
mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin pagar,
dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a
todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió mentalmente
esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido,
dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño:
"Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo
que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la ciudad
y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocio muy claro y limpio,
lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un mostrador estaba de pie
una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco
transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al
muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la
lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz
metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como
pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir.
Esperó que se retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le
encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta
quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde donde lanzaba
al viejo una miradas que parecían pedradas.
¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó
a imaginarse que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se
hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte
que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no
tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o por
lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía
el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la puerta. Salió; era un
vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los
anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se fue,
caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más
detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento
estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin
eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió,
retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.
Acudió
la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que
se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué
se va a servir?
Sin
mirarla, le contestó:
-Un
vaso de leche.
-¿Grande?
-Sí,
grande.
-¿Solo?
-¿Hay
bizcochos?
-No;
vainillas.
-Bueno,
vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se
restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a
beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y
un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto detrás del
mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después
las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer
lo miraban con curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo,
conocería su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que
levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola
en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y sintió que la
quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía. Pero, en
seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado
y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a
sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando
no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más.
Resistió, y mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo
que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas
se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del
vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho
rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca
hubiese llorado.
*
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió
que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de mujer, con un
dulce acento español, le decía:
-Llore,
hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y
lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino
con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso
caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba pareciole que
su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua,
recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con
su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la
señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y
su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso de leche y
otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como
si nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa
mujer que estaba detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el
negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado,
pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada
oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas
gracias, señora; adiós...
-Adiós,
hijo... -le contestó ella.
Salió.
El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto.
Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia
los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo
de verano.
Pensó en la señora rubia que tan
generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y recompensarla
de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud
se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y
el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De
pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando
con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado
para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas interiores,
antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después
la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y
se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las de
los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando
suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo rato. No tenía ganas
de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta
que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.
Vocabulario:
Afirmado,
asegurado, agarrado
Barandilla,
cerco para protección
Estribor,
es una parte del barco
Muelle,
construcción a la orilla del mar para facilitar el desembarque y embarque
Inverosímilmente,
es difícil de creer, no aparente ser la verdad
Harapos,
ropa muy vieja y rota
Atorrante,
vagabundo
Apresuradamente,
en forma rápida
Ávida,
ansiosa
Restregándose/restregarse,
frotando las manos
Escalas,
lugar donde llegan los barcos
Callejuelas,
calles muy angostas
Desertado/desertar,
abandonar
Centollas,
crustáceo, animal marino
Zarpar,
levantar ancla, iniciar un viaje
Fardo,
paquete
Tráfago,
negocio que ocasiona fatiga o molestia
Tuerce/torcer,
desviar una cosa de su dirección
Varilla,
barra larga y delgada
Faenas,
trabajo que requiere un esfuerzo mental o físico
Azar,
sin planificación
Canchas,
espacio
Ambulaban/ambular,
caminar sin dirección
Ocio,
pereza
Mendigando/mendigar,
pedir limosna
Mugriento,
sucio
Planchada,
una calle plana
Escotilla,
ventana
Estibadores,
las personas que cargan y descargan
Vahído,
mareo momentáneo
Vacilando/vacilar,
moviéndose sin firmeza, tambaleando
Murallón,
una pared alta
Desperdicios,
basura
Glogloteaba
sordamente, es una imagen de la suciedad que flota en silencio en el mar
Figones,
casas donde venden alimentos
Acechando/acechar,
observar, vigilar
Titubeante,
confuso
Doblegaba/doblegar,
doblaba, torcía el cuerpo
Latigazo,
golpe dado con un látigo
Acabamiento,
derrota
Aplastado,
completamente vencido
Cesó el
desvanecimiento, empezó a recuperarse
Enderezando/enderezarse,
levantar su cuerpo, erguirse
Irguió,
enderezó
Pedradas,
golpes de piedras
Entorpecerlas/entorpecer,
obstaculizar
Barnizador,
persona que aplica el barniz a los muebles
Bocado,
mordida
Sollozar,
llorar
Tibio,
ni caliente ni frío
Arrasó/arrasar,
llenar los ojos de lágrimas
Recodos,
vueltas de su vida
Amalgamaran/amalgamar,
mezclar cosas de naturaleza distinta
Reguero,
chorro, arrollo
Forma
verbal usada
Los
verbos reflexivos en pretérito están escrito en una forma que ya casi no se
usa. Lo más fácil para comprenderlos es simplemente darles vuelta. Ejemplo,
Sacose –
se sacó la pipa
Sentose
– se sentó en el suelo
Embarcose
– se embarcó
Enviáronlo
– lo enviaron
Parecíale
– le parecía
Atreviose
– se atrevió
Acercose
– se acercó
Contestole
– le contestó
Parose –
se paró
Dirigiose
– se dirigió
Afirmose
– se afirmó
Dirigiose
– se dirigió
Humedeciola
– la humedeció
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