Monday, November 10, 2014

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la mujer que brillaba aún m...
: www.latertuliaboise la mujer que brillaba aún más que el sol Alejandro Cruz Matínez –poeta Zapoteca- México El día que lleg...
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la mujer que brillaba aún más que el sol
Alejandro Cruz Matínez –poeta Zapoteca- México

El día que llegó Lucía Zenteno al pueblo, todo el mundo se quedó asombrado. Nadie sabía de dónde venía esa mujer tan hermosa, que traía miles de mariposas y una infinidad de flores en su enagua, que caminaba suavemente y a la vez bien erguida, con su magnífica cabellera destrenzada ondeando libremente en el aire.
A su lado la acompañaba una fiel iguana.

Nadie sabía quién era, pero sí sabían que no había nada que brillara tanto como Lucía Zenteno. Alguna gente decía que Lucía Zenteno brillaba aún más que el sol. Otros decían que su expléndida cabellera parecía atajar la luz. Todos comenzaron a sentir algo de miedo de este ser tan maravilloso y tan desconocido.

Cerca del pueblo había un río, casi el mismo que corre allí ahora y la gente decía que cuando Lucía Zenteno se fue a bañar, el río se enamoró de ella. El agua se salió de su cause y comenzó a fluir suavemente por los negros cabellos de Lucía.

Los ancianos del pueblo decían que, aunque Lucía era distinta, había que honrarla y guardarle respeto. Decían que ella tenía mucha afinidad con la naturaleza. Pero alguna gente no siguió el consejo de los ancianos. Les tenían miedo a los poderes de Lucía, porque no los comprendían. Así que no le devolvían el saludo, ni le ofrecían su amistad. En cambio hablaban mal de ella y la espiaban día y noche.

Pero Lucía no los trataba a ellos de la misma manera. En cambio, se apartaba de ellos y seguía caminando con dignidad. Mucha de la gente se enojó a causa de esto. Comenzaron a murmurar que Lucía les iba a hacer daño a todos. Las gentes comenzaron a cogerle más temor y al fin la obligaron a irse del pueblo.

Todos vieron que Lucía se iba y que el río, los peces y las nutrias se iban con ella. La gente se quedó desesperada. Nunca habían pensado que, hicieran lo que hicieran, su bello río los fuera a abandonar.

Donde antes había verdor y frescura ahora ya no caía más la lluvia, ni cantaban los pájaros, ni jugaban las nutrias. Los árboles perdieron sus hojas y las plantas se secaron. La gente y los animales padecían de sed. Todos comenzaron a darse más cuenta que nunca de la importancia del río, de los peces, de las nutrias y aún de los árboles y de los pájaros para el pueblo. También comenzaron a darse cuenta de cuánto el río había querido a Lucía Zenteno.

Los ancianos dijeron que todos debían ir en busca de Lucía y pedirle perdón. Pero algunas de las gentes no querían. Todavía temían a Lucía. Mas como el pueblo seguía sufriendo, al fin todos se pusieron de acuerdo. Siguiendo el consejo de los ancianos, fueron en busca de Lucía.

Tras mucha marcha, la gente encontró la cueva de iguana donde Lucía se había refugiado. Lucía los estaba esperando, pero no le podían ver la cara. Les había dado la espalda a la gente. Al principio, nadie se atrevió a decir palabra. Luego, dos de los niños le suplicaron: -Lucía, hemos venido a pedirte perdón. Ten piedad de nosotros, te lo rogamos y devuélvenos el río-.

Lucía se volvió a mirarlos. Vio sus caras llenas de miedo y de cansancio y se compadeció de ellos. Al fin habló: –Le pediré al río que regrese con ustedes- les dijo, Pero así como el río le da agua a todo el que está sediento, sin importarle quién sea, ustedes necesitan aprender a tratar a todos con bondad, aún a los que les parecen ser distintos-. La gente recordó cómo habían tratado a Lucía y bajaron la cabeza, avergonzados. 

Al ver que la gente estaba verdaderamente arrepentida, Lucía regresó con ellos al pueblo y comenzó a peinarse los cabellos. Se peinó y se peinó,  hasta que salieron las aguas, los peces y las nutrias y siguió peinándose hasta que todo el río había vuelto otra vez a su lugar.

La gente estaba feliz de tener al río de vuelta. Se echaban agua a sí mismos y se la echaban a sus animales, se tiraban al río y lloraban y reían de alegría.


Hubo tanta algarabía que nadie se dio cuenta de que Lucía había desaparecido de nuevo. Cuando los niños y las niñas le preguntaron a los ancianos a dónde se había ido, los ancianos dijeron que no los había abandonado. Aunque no la pudieran ver más, siempre estaría con ellos, cuidándolos y protegiéndolos. Siempre estaría ayudándolos a vivir de corazón, con amor y comprensión para todos.

Wednesday, November 5, 2014

La Tertulia, Spanish Learning Center, Club de lectura: www.latertuliaboise.comManuel Rojas -Chile-

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Manuel Rojas -Chile-

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Manuel Rojas -Chile-

El vaso de leche
Manuel Rojas (1896-1973) -Chile-

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias, marinero.)
-Very well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:
-Yes, sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable ese idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcose ocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un tráfago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían explicación.
Después que se fue el vapor anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar.
*
Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atreviose a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometió entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.
¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué se va a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?
-Sí, grande.
-¿Solo?
-¿Hay bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.
*
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós...
-Adiós, hijo... -le contestó ella.
Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.

Vocabulario:

Afirmado, asegurado, agarrado
Barandilla, cerco para protección
Estribor, es una parte del barco
Muelle, construcción a la orilla del mar para facilitar el desembarque y embarque
Inverosímilmente, es difícil de creer, no aparente ser la verdad
Harapos, ropa muy vieja y rota
Atorrante, vagabundo
Apresuradamente, en forma rápida
Ávida, ansiosa
Restregándose/restregarse, frotando las manos
Escalas, lugar donde llegan los barcos
Callejuelas, calles muy angostas
Desertado/desertar, abandonar
Centollas, crustáceo, animal marino
Zarpar, levantar ancla, iniciar un viaje
Fardo, paquete
Tráfago, negocio que ocasiona fatiga o molestia
Tuerce/torcer, desviar una cosa de su dirección
Varilla, barra larga y delgada
Faenas, trabajo que requiere un esfuerzo mental o físico
Azar, sin planificación
Canchas, espacio
Ambulaban/ambular, caminar sin dirección
Ocio, pereza
Mendigando/mendigar, pedir limosna
Mugriento, sucio
Planchada, una calle plana
Escotilla, ventana
Estibadores, las personas que cargan y descargan
Vahído, mareo momentáneo
Vacilando/vacilar, moviéndose sin firmeza, tambaleando
Murallón, una pared alta
Desperdicios, basura
Glogloteaba sordamente, es una imagen de la suciedad que flota en silencio en el mar
Figones, casas donde venden alimentos
Acechando/acechar, observar, vigilar
Titubeante, confuso
Doblegaba/doblegar, doblaba, torcía el cuerpo
Latigazo, golpe dado con un látigo
Acabamiento, derrota
Aplastado, completamente vencido
Cesó el desvanecimiento, empezó a recuperarse
Enderezando/enderezarse, levantar su cuerpo, erguirse
Irguió, enderezó
Pedradas, golpes de piedras
Entorpecerlas/entorpecer, obstaculizar
Barnizador, persona que aplica el barniz a los muebles
Bocado, mordida
Sollozar, llorar
Tibio, ni caliente ni frío
Arrasó/arrasar, llenar los ojos de lágrimas
Recodos, vueltas de su vida
Amalgamaran/amalgamar, mezclar cosas de naturaleza distinta
Reguero, chorro, arrollo

Forma verbal usada
Los verbos reflexivos en pretérito están escrito en una forma que ya casi no se usa. Lo más fácil para comprenderlos es simplemente darles vuelta. Ejemplo,

Sacose – se sacó la pipa
Sentose – se sentó en el suelo
Embarcose – se embarcó
Enviáronlo – lo enviaron
Parecíale – le parecía
Atreviose – se atrevió
Acercose – se acercó
Contestole – le contestó
Parose – se paró
Dirigiose – se dirigió
Afirmose – se afirmó
Dirigiose – se dirigió
Humedeciola – la humedeció