Ladrón de Sábado
Gabriel García Márquez (Colombia)
Ladrón de Sábado
Gabriel García Márquez (Colombia)
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una
casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida,
lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas
las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia.
Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar
plenamente la situación, pues el marido -lo sabe
porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en
la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone
los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para
él, que saque el vino de la cava
y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre
algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo
cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar.
Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena,
el ladrón, que entre semana es velador
de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de
radio, el programa de música popular que oye todas las
noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran Benny
cantando Cómo fue en un casete, hablan
sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues
Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni
violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya
está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha
habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con
la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada
con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado
de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo
cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es
bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone
nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma
y la despide de inmediato. Así
los tres se quedan
juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior,
mientras silba. Ana se entera de que él baila
muy bien el danzón, baile que a ella le encanta
pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una
pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli
los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados
en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el
marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no
se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca
tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por
desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a
salir de viaje. El ladrón de sábado se
va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Vocabulario
Treintañera, de alrededor de 30 años
La cava, lugar donde se elabora el vino
Velador, guardían de noche
El drama del desencantado
Gabriel García Márquez
...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus
vecinos, las pequeñas
tragedias domésticas, los amores furtivos, los
breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse
contra el pavimento de la calle había
cambiado por completo su concepción del
mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para
siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.
Un día de éstos
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura
postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una
exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones
sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo
las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza.
Parecía no
pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no
se servía de
ella.
Después de las ocho hizo una pausa
para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se
secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que
antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el
alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no
estoy aquí.
Estaba
puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo
examinó con los
ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista
siguió examinando
el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita
de cartón donde
guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y
empezó a pulir
el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si
no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin
apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la
retiró del
sillón y
abrió por
completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno
-dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar
el sillón hasta
quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El
alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida,
tenía una
barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación.
Cerró la
gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos
-dijo el dentista.
Mientras
hervían los
instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor
glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y
una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de
tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el
alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio
Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la
mandíbula
con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que
ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque
tiene un absceso.
El alcalde
lo miró en los
ojos.
-Está bien -dijo, y trató de
sonreír. El
dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola
con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después
rodó la
escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil.
Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de
vista.
Era una
cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo
caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y
sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la
muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura,
dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde
sintió un
crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio
a través de
las lágrimas. Le pareció tan
extraña a su dolor, que no pudo
entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la
escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde
lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de
agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo
militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la
cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde
no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
Vocabulario
Enjuto, delgado
La fresa, instrumento circular para trabajar metales
Gallinazos, aves de carroña
Voz destemplada, desafinada
Ojos marchitos, cansados
Escupidera, recipiente para escupir
Aguamanil, palangana para lavarse las manos
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