Clarice Lispertor (1920-19770)
El silencio
Es tan vasto el
silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta
trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un
programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana.
Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación
tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los
oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor.
Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De
ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un
silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es
terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una
puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está
vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira,
la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece
todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad
que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del
silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de
la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La
noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el
cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran
las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya
vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio
todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se
acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las
escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el
espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio,
aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día
que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es
inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad
perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una
respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que
de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la
oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser
juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones
forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser
humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que
es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni
siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele,
también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo.
Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta
vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El
canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se
tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos
fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la
oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío
tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara
tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie
puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más
tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y
de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a
la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los
oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es
comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el
pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto
de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo
que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al
lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el
fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la
aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad.
Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar
la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada
fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo
corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí.
Y desde entonces, él es fantasma.
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