El verano feliz de la señora Forbes
Gabriel García Márquez (Colombia)
El verano feliz de la señora Forbes
Gabriel García Marquez
Era tarde, mi hermano y yo volvíamos de la playa hacia casa cuando en la puerta de ésta nos encontramos a una serpiente de mar clavada
en la puerta. Era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas[1]. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí
un
terror tan intenso
ante aquella aparición de
delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que
yo, soltó
los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió
huyendo con un grito de espanto.
La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba
por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y nos alcanzó,
acezante[2] y lívida[3], pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para
comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace
por separado, de modo que nos reprendió[4] a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió
recriminando nuestra falta de
dominio. Habló
en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró
el aliento volvió
a
su inglés
pedregoso[5] y a su obsesión pedagógica.
-Es una murena helena -nos dijo-, así
llamada porque fue un animal
sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar
en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño
minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños
distintos, pues no concebía[6] otra manera de cazar debajo del agua que peleando
cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra
firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado[7] de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez,
la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible
concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también
él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por
haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego,
la señora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una
criatura mítica y nos mandó a
vestirnos para la
cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque
al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes
habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en
penumbra, me di cuenta de que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo.
Yo estaba de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí
cambiar de tema hasta que terminé
de
bañarme. Pero cuando salí
de la ducha me pidió
que me quedara para acompañarlo.
-Todavía es de día -le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la
isla, y el sol parado en el cielo.
-No es por eso -dijo mi hermano-. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció
una
felicitación especial de la señora Forbes,
y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó
dos puntos de los cinco que ya
tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué
al comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho
a una doble ración de postre,
pero ninguno de los dos había logrado
pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar
unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes.
Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba[8] que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego
nos sentábamos los tres, reprimiendo[9] la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más
ínfimo de nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de
aquel verano aborrecible[10].
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una
fiesta. Fulvia Flamínea nos
servía
cacareando[11] en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se
sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero
desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el
borboriteo[12] de la sopa hirviendo en la marmita[13].
Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar
de la silla, masticando diez veces con un carrillo[14] y diez veces con el otro, sin apartar la vista de
la férrea y lánguida[15] mujer otoñal, que recitaba
de memoria una lección de
urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente
cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta,
la señora Forbes nos habló
de los deberes para con la
patria. Fulvia Flamínea, casi
flotando en el aire enrarecido[16] por la voz, nos sirvió
después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la
tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió
el corazón. Pero mi
hermano rechazó[17] el plato sin probarlo.
-No me gusta -dijo.-. La señora Forbes interrumpió
la lección.
-No puedes saberlo -le dijo-, ni siquiera lo has probado.
Dirigió
a la cocinera una mirada de
alerta, pero ya era demasiado tarde.
-La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío
-le dijo Fulvia Flamínea-. Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se
alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar[18] de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel
porque infundía un coraje sobrenatural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen
gusto no es una facultad congénita, pero
que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la
infancia. De manera que no había ninguna
razón
válida para no comer. Yo, que había probado la murena antes de saber lo que era, me
quedé
para siempre con la contradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el
dintel era más
apremiante[19] que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo
con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.
- Vas al baño -le dijo la señora Forbes sin alterarse-, te lavas bien y vuelves a comer.
Sentí
una gran angustia por él, pues sabía cuánto le costaba atravesar la casa entera con las primeras
sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse. Pero volvió
muy pronto, con otra camisa
limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito[20], y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces
la señora Forbes trinchó[21] un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir.
Yo pasé
un segundo bocado a duras penas.
Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubiertos.
-Está
bien -dijo-, pero no comerás
postre.
El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal cómo la señora Forbes nos enseñó que debía hacerse al terminar, y dije:
-Yo tampoco comeré postre.
-Ni verán la televisión -replicó
ella.
-Ni veremos la televisión -dije.
La señora Forbes
puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego
nos mandó
al dormitorio, con la advertencia
de que debíamos dormirnos en el mismo tiempo que ella necesitaba
para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus
tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de ciruelas, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la
isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que
nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura
solar de rocas volcánicas, el
mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles[24], desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas[25] luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormidos
alrededor de la isla habíamos
descubierto una ristra[26] de torpedos amarillos, encallados[27] desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora[28] griega de casi un metro de altura, con guirnaldas[29] petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial[30] y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan
densas que casi se podía caminar
sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de
gatos soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella
decía que no los soportaba por amor, sino para impedir
que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien
metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para
ella, que trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro
extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y
canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que
el marido de Fulvia Flamínea las
vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos
llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que acechaban los
residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el
estruendo[31] de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel
estorbo[32] era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de
contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escritor del Caribe
con más
ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de
las glorias de Europa, siempre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen,
tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió
siendo siempre tan humilde como
lo había sido de maestra errante[33] en la alta Guajira, y nunca se imaginó
que su marido pudiera concebir
una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió
preguntarse con el corazón
cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de
Dortmund, empeñada en inculcarnos[34] a la fuerza los hábitos más rancios[35] de la sociedad europea, mientras ellos
participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco
semanas por las islas del mar Egeo.
La señora Forbes
llegó
el
último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y
desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas
cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre
bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines
de mico[36].
«Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo
mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a
despecho[37] de su atuendo marcial, la señora Forbes
era una criatura escuálida[38], que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido
mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió
distinto. Las seis horas de mar, que desde el
principio del verano habían sido un
continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas
veces repetida. Cuando estábamos con
nuestros padres disponíamos de todo
el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se
enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera
borda, como lo hacía siempre,
pero la señora Forbes no le permitía quedarse con nosotros ni un minuto más del indispensable para la clase de natación submarina. Nos prohibió
volver de noche a la casa de Fulvia
Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad
excesiva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en
los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de
Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella
vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes
no era tan estricta consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la
primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el
parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras
Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras
horas, hasta la pausa del almuerzo.
Un día
pidió
a Oreste que la llevara en el
botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó
con un vestido de baño enterizo[39], negro y tornasolado, como un pellejo[40] de foca, pero nunca se metió
en el agua. Se asoleaba en la
playa mientras nosotros nadábamos, y se
secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los
tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su
civilización se había vuelto irrespirable[41].
Sus noches eran de desahogo[42]. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la
casa, braceando[43] en la oscuridad, y mi hermano llegó
a inquietarse con la idea de que
fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes,
que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma
se hubiera reprobado durante el día. Una madrugada la
sorprendimos en la cocina, con el camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres
espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina
hasta la cara y tomándose un
vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes.
Ya para entonces sabíamos que
después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que
bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo
sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre
guardaba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas[44] de austeridad y compostura, se atragantaba sin
sosiego, con una especie de pasión desmandada[45]. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von
Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y
luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y
autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados[46] como entonces, pero yo estaba dispuesto a
soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de prevalecer contra la nuestra. Mi hermano, en
cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió
infernal. El episodio de la
murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes
en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba
pudriendo[47] en el alma. -La voy a matar -dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera
pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté
de disuadirlo.
-Te cortarán la cabeza -le dije.
-En Sicilia no hay guillotina -dijo él-.
Además, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora
rescatada de las aguas, donde estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba
porque quería hacerlo someter a un análisis
más profundo para averiguar la naturaleza de su
veneno, pues no podía ser el
resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes
era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o
suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la
fragorosa[48] vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre.
Según
habíamos oído decir,
aquella dosis era bastante para matar un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la
cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes
con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea dejaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días después de la sustitución del vino, mientras desayunábamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una
mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador.
Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del
martes, la señora Forbes se bebió
la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.
Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles.
Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban
tan ansiosos como siempre detrás de los
vidrios macizos[49], y se le volvieron aún
más ansiosos cuando encontró
en la canasta de los panecillos
una carta con sellos de Alemania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por
la cara las ráfagas de claridad que irradiaban las palabras
escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta
con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompañó en la exploración de los fondos marinos, y estuvimos divagando[50] por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó
a agotar el aire de los tanques y
volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía
más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento[51]. Tan pronto como recibimos la orden de empezar
apartó
el plato de sopa de fideos con un
gesto provocador.
-Estoy hasta los cojones de esta agua de lombrices
-dijo.
Fue como si hubiera tirado en la mesa una granada de guerra. La señora Forbes
se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó
a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso
sobre la mesa con la amargura de una capitulación
sin gloria.
-Hagan lo que les dé la gana -dijo-. Yo no existo.
Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero antes de la
media noche, cuando ya nos suponía dormidos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio
pastel de chocolate y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí
un
temblor de lástima.
-Pobre señora Forbes -dije.
Mi hermano no respiraba en paz.
-Pobres nosotros si no se muere esta noche -dijo.
Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó
a Schiller a grandes voces, inspirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó
todo el ámbito de la casa. Luego suspiró
muchas veces hasta el fondo del
alma y sucumbió
con un silbido triste y continuo
como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, todavía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa
parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni
el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mortales
en la puerta con la palma de su mano de negrero. Mi hermano puso la oreja
contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima
señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló
un suspiro de liberación.
-¡Ya está! -dijo-. Lo único que se oye es el mar.
Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a
la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que
Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a hacer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el
embarcadero destripando[52] una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le
dijimos que habíamos esperado
a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que
continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior había sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez
había dormido mal y prefirió
quedarse en la cama. A Oreste no
le interesó
demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear[53] poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a almorzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los
hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, haciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció
en la vuelta de los acantilados.
Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y seguimos nadando
sin permiso de nadie.
El día estaba nublado y había un clamor de truenos oscuros en el horizonte,
pero el mar era liso y diáfano[54] y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la
superficie hasta la línea del faro
de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos
donde calculábamos que habíamos visto los torpedos de guerra en el principio
del verano.
Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con
sus números de serie intactos, y acostados en el fondo
volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del
faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Flamínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos
horas, convencidos de que no había nuevos misterios por descubrir, salimos a la
superficie con el último sorbo[55]
de oxígeno.
Se había
precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de
pájaros carniceros revoloteaba con chillidos[56] feroces sobre el reguero de pescados moribundos en
la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes.
Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los
acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la policía frente a la puerta, y entonces tuvimos conciencia
por primera vez de lo que habíamos hecho.
Mi hermano se puso trémulo[57] y trató de
regresar.
-Yo no entro-dijo.
Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.
Nadie nos puso atención. Dejamos
los tanques, las máscaras y las
aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fumando
sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces
nos dimos cuenta de que había una
ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la
sala, las mujeres del vecindario rezaban en dialecto sentadas en las sillas
que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres
estaban amontonados en el patio hablando de cualquier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté
con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y
helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio
estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la mañana. En el
de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero
la puerta estaba abierta. Nos asomamos al interior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo
cuando Fulvia Flamínea salió
de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:
-¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! Ya era
tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante
fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared
con una cinta métrica,
mientras otro tomaba fotografías con una cámara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes
no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo,
desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por
completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado[59]
a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la
cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas[60] con la furia de un amor sin sosiego[61], y que la señora Forbes
las había recibido con la misma pasión,
sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de
soldado, consciente de que era el precio inexorable[62]
de su verano feliz.