Diecisiete ingleses envenenados
Gabriel García Márquez (Colombia)
Diecisiete ingleses envenenados
Gabriel García Márquez
(Colombia)
Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de
Nápoles, fue
que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo
contó a nadie, por
supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil[1] atiborrado[2] de italianos de Buenos
Aires que volvían a la patria por primera vez después de la
guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta
y dos años de su edad y a dieciocho días de mala
mar[3] de su gente y de su casa.
Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se
levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y
con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco[4], de modo que aquél último
domingo de a bordo[5]
pareció ser el único de
verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que
asistieron a la misa. A diferencia de los días
anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto
para desembarcar una túnica parda de lienzo basto[6] con el cordón de San
Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser
demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido
a Dios llevar ese hábito talar[7] hasta la muerte si le
concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya
daba la gracia por concedida[8]. Al final de la misa
encendió una vela al
Espíritu Santo por el valor que le infundió[9] para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada
uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con
ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del
desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados[10] en la sala de baile,
entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los
mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco[11] de Pernambuco dentro de
una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante
de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la
guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el
barco enorme se movía muy despacio, con resuellos[12] de enfermo, por un
estanque diáfano[13]. La fortaleza tenebrosa
de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero
los pasajeros asomados[14] a la borda creían reconocer
los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos
meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho
tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras
sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la
guerrera al primer oficial, los encontró de pronto
ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron
sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor[15] del trópico, habían
desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto.
La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza
voluble[16] de los italianos, pensó que el mal
no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba
entre la muchedumbre[17] que regresaba. Así deben ser
todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada[18] de ser forastera,
mientras contemplaba desde la borda los vestigios[19] de tantos mundos
extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba
a su lado la asustó con un grito
de horror.
— Mamma mía — dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre
dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia[20] natural, y sus ojos
abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un
traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva
en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico
envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido[21] estaban agarrotados[22] en la cinta del lazo, que
era lo único que encontró para
agarrarse en el instante de morir.
— Debió caerse de una boda — dijo un
oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros
motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los
pasajeros.
Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en
el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela[23] del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito[24] salió al encuentro
del barco y se lo llevó de cabestro[25] por entre los escombros
de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba
convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre
los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a
las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero[26], radiante en el sol de
las once, apareció de pronto la
ciudad completa de palacios quiméricos[27] y viejas barracas[28] de colores apelotonados[29] en las colinas. Del fondo
removido se levantó entonces una
tufarada[30]
insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el
aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus
parientes con aspavientos[31] de gozo en el tumulto del
mueble. La mayoría eran patronas otoñales de
pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas
bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y
diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus
esposas y se visten de escribanos[32] estrictos a pesar del
calor.
En medio de aquella algarabía[33] de feria, un hombre muy
viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de
los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el
muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de
magia había muchos que seguían corriendo
vivos después de ser pisoteados[34] por la muchedumbre ajena
al prodigio[35].
El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero
nadie le tiró desde la
borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado
en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora
Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y
una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un
abordaje de bucaneros[36]. Aturdida por el jubilo
del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las
cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada
por la misma muerte sin gloria de los políticos en el
muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera
con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida[37] rezando en un circulo
vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles.
Allí la encontró el primer
oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón
desmantelado[38].
— Nadie debe estar aquí a esta hora – le dijo el
oficial con cierta amabilidad-.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul – dijo ella.
Así era. Dos días antes de
zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que
era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los
trámites para seguir a Roma. Le había mandado el
nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía
reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para
desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le
permitió esperar un
rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba
la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban
lavando las cubiertas a baldazos[39]. Varias veces tuvieron
que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin
inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de
recreo y terminó sentada a
pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a
encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en
sudor dentro de la escafandra de penitente[40], y rezando un rosario sin
esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las
ganas de llorar.
— Es inútil que siga rezando — dijo el
oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios
se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media
Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos.
Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole[41] de su cargo, pero con
seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable
era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente
llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en el directorio. De modo que
la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese
criterio, y el oficial la ayudó en los trámites de inmigración y aduana y
del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa[42] de que la llevaran a un
hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos[43] de carroza fúnebre
avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora
Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres
vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle,
pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo
para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado
los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el
mar. El taxi siguió dando tumbos
a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos
hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno
de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con
grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la
acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora
Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de
Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro
y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas
improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un
aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante.
Era un vetusto[44]
edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel
diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en
un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy
despacio por el centro de una escalera de mármoles
estentóreos[45], y sorprendía a la gente
dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el
tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar
abrió la puerta de
rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante,
que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido[46] detrás de un mostrador
de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y
plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de
inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín[47] de su nieto menor. Le
gustó el nombre
del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico[48], le gustaron los helechos
colgados, el silencio, las lises[49] de oro del papel de las
paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le
encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos
y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran
diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como
si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de
espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con
un solo golpe de vista[50], y lo único que le
impresionó fue la larga
hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de
cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un
paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida
y entró de nuevo en
el ascensor.
—Vamos a otro piso — dijo.
—Este es el único que
tiene comedor, signora—dijo el cargador.
—No importa — dijo ella.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor,
y cantó el pedazo
que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos
estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un
castellano fácil, y nadie hacía la siesta
en las poltronas del vestíbulo. No había comedor,
en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera
a los clientes por un precio especial. De modo que la señora
Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por
la elocuencia y la simpatía de la dueña como por
el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la
penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita[51], y era bueno para llorar.
No bien se quedó sola, la señora
Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera
vez desde la mañana con un desagüe tenue y
difícil que le permitió recobrar su
identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las
sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del
corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y
demasiado sola para ella sola, y soltó el otro
manantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de
Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa
después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se
quedó sola con dos
indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de
la vida en el dormitorio frente a los escombros[52] del único hombre
que había amado, y que permaneció en el letargo[53] durante casi treinta años, tendido
en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros
de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en
una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y
pidió que llamaran
un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme
aparato de fuelle[54] y manga negra, y el platón de
magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para
Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La
tomaron con el primer fogonazo de magnesio.
«Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita
y Natalia», dijo. Las tomaron.
«Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la
familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se
acabó el papel y
el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse[55]. A las cuatro de la
tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de
magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir
sus copias del retrato, el inválido empezó a
desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano,
como borrándose del mundo en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al
contrario, quedó tan
afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían
consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a
Roma a conocer al Papa.
Lo único grato que le quedó de aquellos
años de
vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el
camarote con dos hermanas clarisas[57] que se quedaron en
Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto
del hotel de Nápoles fue el único lugar
propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha.
Y habría llorado hasta el día siguiente
cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a
las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa
fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban
algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las
siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado
por el vericueto[58] de
calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del
domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría[59], donde había mesas para
comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como
floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los
propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas
con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de
todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era
consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en
cambio, le suscitó un ápice[60] de piedad, porque era
rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy
mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir
en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral
del emparrado[61],
y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre
aplazada por la zozobra[62] del día. Por
primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo
entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y
paciente, y en parte porque la única carne que había para comer
eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de
Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que
terminó por
servirles de intérprete, trató de hacerle
entender que las emergencias de la guerra no habían terminado
en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos
pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
— Para mí — dijo— sería como
comerme un hijo.
Así que debió conformarse
con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de
tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol.
Mientras comía, el cura se acercó para
suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella.
Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un castellano
difícil y expresivo. A la señora
Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de
indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas
astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un
atributo del carácter. Pero después de todo
estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien
entenderse estando tan lejos de casa.
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba
cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora
Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le
gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni
porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de
dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de
grappa, trató de hacerle
ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había
establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en
tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando
en la bahía de Nápoles.
— Desde hace siglos — concluyó el cura— los
italianos tomaron conciencia de que no hay más que una
vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y
volubles, pero también los ha curado de la crueldad.
— Ni siquiera pararon el barco — dijo ella.
— Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades
del puerto — dijo el cura— Ya a esta
hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La señora
Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces
cayó en la cuenta
de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas,
comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas
parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo,
cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo
un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar
en aquel país indeseable.
— ¿Usted cree
que sea muy difícil ver al Papa? — preguntó.
El cura le contestó que nada era más fácil en
verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la
tarde recibía en audiencia pública a
peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
— ¿Y cuánto cobra
por confesarlo a uno? — preguntó ella.
— El Santo Padre no confiesa a nadie — dijo el
cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.
— No veo por qué va a negarle
ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos —
dijo ella.
— Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto
esperando — dijo el cura—. Pero dígame: debe
ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por
confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instante,
y el cura la vio sonreír por primera vez.
— ¡Ave María Purísima! — dijo—. Me bastaría con verlo.
— Y agregó con un
suspiro que pareció salirle del
alma—: ¡Ha sido el sueño de mi
vida!
En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que
quería era irse de inmediato, no sólo de ese
lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte
y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora
Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del
sol a las nueve de la noche, y la asustó la
muchedumbre estridente[63] que había invadido
las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con
los petardos[64]
de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres
sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura,
y se abrían paso a saltos culebreando[65] por entre los cerdos
colgados y las mesas de sandías.
El ambiente era de fiesta, pero a la señora
Prudencia Linero le pareció de catástrofe.
Perdió el rumbo. Se
encontró de pronto en
una calle intempestiva[66] con mujeres taciturnas
sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes
le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo
de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias
cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no
obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del
bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de
vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida,
y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de
mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en
su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta,
los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso.
Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en
que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y
se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la
izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre
de curiosos mantenidos a raya[67] por una patrulla de
carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente
al edificio de su hotel.
Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora
Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban
sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y
dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el
traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de
franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del
Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los
balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como
en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las
ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo[68] de sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora
Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los
otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos[69]. Se fueron quedando en
todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero
nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde
había visto las rodillas rosadas de los diecisiete
ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una
excitación sin control.
— Todos están muertos — le dijo a la
señora Prudencia Linero en castellano—. Se
envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en
agosto, imagínese!
Le entregó la llave del
cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los
otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir
amanece vivo!» Otra vez con
el nudo de lágrimas en la garganta, la señora
Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la
puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una
barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde
ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el
camisón de viuda, se tendió bocarriba en
la cama, y rezó diecisiete
rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses
envenenados.
Abril 1980
[1] viejo
[2]
completamente lleno
[3] mar
embravecida; oleaje fuerte
[4] bajar
del barco
[5] subir al
barco
[6] túnica
de algodón de color rojo o marrón
[7] vestido
largo que llega hasta los tobillos
[8] estar
segur@ que el milagro va a llegar
[9]
despertar un sentimiento
[10] todos
juntos
[11] primate
[12]
suspiros; aliento fuerte
[13] limpio
[14] estar
visible
[15]
sentirse adormecid@; lo que provoca el sueño
[16] de
character cambiante
[17] muchas
personas
[18] un
toque; darse cuenta de golpe
[19]
señales; huellas
[20]
elegancia
[21] pálido
[22]
agarrado, sosteniendo con fuerza
[23] rastro
de espuma en el agua
[24] muy
viejo, destartalado
[25]
conducir como si fuera un buey
[26] paso
estrecho entre montañas
[27] sin
fundamento
[28]
albergues, construcciones
[29]
amontonados, todos juntos
[30] mal
olor
[31]
reacción exagerada
[32]
funcionario público
[33] gritos
[34]
machucados, atropellados
[35] sin
dares cuenta del suceso extraordinario
[36] pirate
mercenario
[37] sin
miedo
[38] sin
muebles
[39] tirar
agua de un balde (recipiente)
[40]
vestidura de la persona que quiere arrepentirse de un pecado
[41]
condición
[42] inquieta
[43] ir muy
despacio, atrasado
[44] muy
antiguo
[45] muy
fuertes
[46] flaco,
débil
[47] pelo
rizado como el de los ángeles de iglesia
[48] olor
agrio
[49] lirio,
flor
[50] de un
solo vistazo
[51] un
lugar con muchos árboles y muy lejano
[52] ruinas;
restos de un edificio
[53] inmóvil
[54] de
cuero
[55] buscar
más materiales de trabajo
[56] una
promesa a Dios o a un santo o una santa
[57] monjas
franciscanas (Santa Clara)
[58] subidas
y bajadas
[59] en la
sombra, sin mucho sol
[60] provocó
un poquito
[61] planta
trepadora
[62]
intranquilidad
[63] sonido
agudo
[64] sonidos
explosivos
[65]
movimiento como de culebra
[66] muy
ruidosa
[67]
mantenerlos fuera del lugar del crimen
[68] ruido
muy fuerte
[69]
incomprensibles
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