María dos Prazeres
Gabriel García Márquez (Colombia)
María
dos Prazeres
Gabriel García Márquez
El hombre de la agencia funeraria llegó
tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la
cabeza llena de tubos rizadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa
roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sentía.
Se lamentó
aún
más de su estado cuando abrió
la puerta y vio que no era un
notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven
tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la
primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se
sintió
avergonzada como muy pocas veces.
Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes
de Navidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al
vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó
que se iba a helar en el rellano
oscuro, y lo hizo pasar adelante.
— Perdóneme esta facha
de murciélago
—
dijo—
pero llevo más de cincuenta años en
Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto
con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus
bucles de alambre seguía siendo una
mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió
la suela de los zapatos en la
esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
— Eres un hombre como los de mis tiempos —
dijo
María dos Prazeres con una carcajada de granizo—.
Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos
de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció
una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué
decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas.
El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso
cotidiano, ni una más ni una
menos, y cada una parecía puesta en
su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una
ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
— Perdóneme —
dijo—. Me he equivocado de puerta.
— Ojalá
—
dijo ella—, pero la muerte no se equivoca.
El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de marear
con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió
que era el plano completo del
inmenso panteón de Montjuich, y se acordó
con un horror muy antiguo del
cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los
tapires entre túmulos sin
nombres y mausoleos de aventureros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo
muy niña, el Amazonas desbordado amaneció
convertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con
pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la
causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descansar en paz, y no
el pequeño cementerio de San Gervasio, tan cercano y
familiar.
— Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas —
dijo.
— Pues aquí es
—
dijo el vendedor, indicando el
sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una
estilográfica
de acero—
No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó
en el tablero de colores hasta
encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes
anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con
todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los
celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó
a lo posible. «Con la
condición
—
dijo—
de que no me vayan a meter en una
de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando
de pronto el requisito esencial, concluyó:
— Y sobre todo, que me entierren acostada.
En efecto, como réplica a la
ruidosa promoción de tumbas
vendidas con cuotas anticipadas, circulaba el rumor de que se estaban haciendo
enterramientos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas
veces repetido, que esa versión era un
infundio perverso de las empresas funerarias tradicionales para desacreditar la
novedosa promoción de las
tumbas a plazos. Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos
discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó
que siguiera.
— No se preocupe — dijo en voz muy baja—. Es el Noi.
El vendedor retomó
el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la puerta quiso hacer
una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta
en sus pormenores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
— Lo que quiero decir —
dijo—
es que busco un lugar donde esté
acostada bajo la tierra, sin
riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió
la puerta de la calle y entró
un perrito de aguas empapado por
la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba
del paseo matinal por el vecindario, y al entrar padeció
un arrebato de alborozo. Saltó
sobre la mesa ladrando sin
sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas
sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó
para moderar sus ímpetus.
— ¡Noi!
—
le
dijo sin gritar—. ¡Baixa d’ací!
El animal se encogió, la miró
asustado, y un par de lágrimas nítidas
resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró
perplejo.
— ¡Collons!,
—
exclamó
él—.
¡Ha llorado!
— Es que está alborotado por encontrar alguien aquí
a esta hora —
lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
— ¡Pero ha llorado, cono! —
repitió
el vendedor y enseguida cayó
en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni
en el cine.
— Todos los perros pueden hacerlo si los enseñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan
la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o
hacer sus porquerías a sus
horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas
naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos? Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las sombras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella
quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado
y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras guardaba otra vez los
papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo estremeció
el aliento mágico de su belleza. Volvió
a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
— ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? —
preguntó
él. Ella lo dirigió hacia la puerta.
— Por supuesto — le
dijo—, siempre que no sea la edad.
— Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas
que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto — dijo
él—.
¿Qué
hace usted? María dos Prazeres le contestó
muerta de risa:
— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.
— Lo siento.
— Más
debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara
contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de
dejarme bien enterrada.
Tan pronto como
cerró
la puerta cargó
el perrito y empezó
a mimarlo, y se sumó
con su hermosa voz africana a los
coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres meses antes había tenido en sueños la
revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió
más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad.
Había previsto con tanto cuidado la repartición
póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en
ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna
atesorada piedra sobre piedra pero sin sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble
pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso
a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún
combate sin gloria. No había portero, y
en las escaleras húmedas y
tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la
cocina, forró
las paredes con colgaduras de
colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las
ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las cosas de servicio y
decoración y los arcenes de sedas y brocados que los
fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la
estampida de la derrota, y que ella había ido comprando poco a poco, durante muchos años, a
precios de ocasión y en
remates secretos. El único vínculo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de
Cardona, que siguió visitándola el último viernes de cada mes para cenar con ella y
hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad
de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo
caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya
propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de
enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía
increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado
con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le demostró
que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya
honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio
estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto
preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a
sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada
cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con
sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó
por convertirse en uno más de los numerosos visitantes dominicales del
cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró
flores de cuatro estaciones en
los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejarlo
como las alfombras de la alcaldía, y se
familiarizó
tanto con el lugar que terminó
por no entender cómo fue que al principio le pareció
tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres
tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos
de ella estaba el vigilante insomne. Pero el tercer domingo aprovechó
un descuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el
carmín de labios escribió
en la primera lápida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió
a hacerlo, a veces en una tumba,
en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre presenció
el primer entierro en la colina.
Tres semanas después, una tarde
de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete
parcelas estaban ocupadas, pero el invierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor
y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se
encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde
de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró
a su regreso más
atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió
que Noi distinguiera su tumba en
la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar
sobre la sepultura vacía para que
siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó
varias veces a pie desde su casa
hasta el cementerio, indicándole puntos
de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió
bastante diestro para mandarlo
solo.
El domingo del ensayo final, a las tres de la tarde, le quitó
el chaleco de primavera, en parte
porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un
trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró
a duras penas reprimir los deseos
de llorar, por ella y por él, y por
tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia
el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps,
tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las
parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio
del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué
solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich.
Saludó
a varios dolientes de otros
domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera
vez, que ya no llevaban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus
muertos. Poco después, cuando se
fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó
con toda su alma que le trajera
una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto,
apareció
el Noi en la colina, babeando de
fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal.
En aquel instante, María dos Prazeres
superó
el terror de no tener a nadie que
llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó
a percibir signos aciagos que no
lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con
el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales
que de tanto ser antiguo había vuelto a
ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia
ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en
los puestos de libros que por primera vez muchos años no
hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra
que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes encontró
señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las
luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcones, y una muchedumbre de turistas
ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió
a los tiempos en que los anarquistas
se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue
despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor.
Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros
frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya
Libre.
¡Dios mío — se
dijo asombrada—
es como si todo se estuviera
muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos,
un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban
de pronto, las aguas se detenían, el
tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silencio abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella
tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como
siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido
en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche
con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una
caja de trufas rellenas. María dos
Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que
eran los platos favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y
una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto
que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a
ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la
inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del
cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué
se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de
sus ahorros, le había enseñado a
distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se
descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de
Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para
los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas
que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le
había contado al conde que su madre la vendió
a los catorce años en el
puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó
sin piedad durante la travesía del Atlántico, y
luego la dejó
abandonada sin dinero, sin idioma
y sin nombre, en la ciénaga de
luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían
más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de
los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre.
Necesitaron de una conmoción nacional
para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años. Fue una
deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de
amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli,
cuando le llegó
una ráfaga casual
de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó
en puntillas y también
él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de
España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino
final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El
conde exhaló
un suspiro alivio.
— Entonces los fusilarán sin remedio — dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo. María dos Prazeres fijó en
él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus
pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos
híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las
tinieblas. Tal como era.
— Pues ruégale a Dios
que no —
dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré
veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
— ¿Y eso por qué?
— Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta
hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el
asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la
tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admitirlo sino inclusive por desearlo como
una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó
a dormir sin pasar los cerrojos
de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera
durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró
en el rellano de la escalera con
la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias
cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la
veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza
del Diamante, tal como lo tenía previsto,
la invitó
a un helado.
— ¿Te gustan los perros? —
le preguntó.
— Me encantan — dijo la niña. Entonces
María dos Prazeres le hizo la propuesta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
— Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi
—
le
dijo—
con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte
de nada Él sabrá
lo que hace.
La niña quedó feliz.
María dos Prazeres, a su vez, regresó
a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado
durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez
ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cumplió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviembre en
que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó
empapada por completo por las
primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí
tuvo tiempo de guarecerse en los
portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que
hacían
más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar
con su cuerpo el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba
atención a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil
suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró
de golpe en la esquina y regresó
en reversa hasta donde ella
estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció
para llevarla.
— Voy muy lejos — dijo
María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
— Dígame
adónde
va —
insistió él.
— A Gracia — dijo ella. s La puerta se abrió
sin
tocarla.
— Es mi rumbo — dijo
él—.
Suba.
En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió
en un percance irreal, la ciudad
cambió
de color, y ella se sintió
en un mundo ajeno y feliz donde
todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
— Esto es un trasatlántico — dijo, porque sintió
que tenía que decir algo digno—
Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
— En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío
—
dijo
él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó
en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
— Me lo imagino — suspiró
ella.
Lo examinó
de soslayo, iluminado de verde
por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con
el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó
que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la
chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también
María dos Prazeres se sintió
examinada de soslayo varias
veces, y una vez más se dolió
de seguir viva a su edad. Se
sintió
fea y compadecida, con la pañoleta de
cocina que se había puesto en
la cabeza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se
le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas
las luces de la calle. María dos
Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana,
pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó
sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella soltó
el perrito, trató
de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo
permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró
con una mirada de hombre que la
dejó
sin aliento. La sostuvo por un
instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió
humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme —
dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme de nadie —
dijo
él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó
insistir sin el menor indicio de
cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró
en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la
calle, y empezó
a subir el primer tramo de la
escalera con las rodillas trémulas,
sofocada por un pavor que sólo hubiera
creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo
frente a la puerta del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las
llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó
con un susurro agónico. Casi enseguida sintió
los primeros pasos en los peldaños sueltos
de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño
premonitorio que le había cambiado
la vida durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que
no era la muerte!»
Encontró
por fin la cerradura, oyendo los
pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado
como ella en la oscuridad, y entonces comprendió
que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber
sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.
Mayo 1979.
Vocabulario
Sesgado, oblicuo, en diagonal
Rellano, descanso en la escalera
Facha, aspecto exterior
Bucles, pelo rizado
Encarnizados, violentos
Esterilla de yute, alfombra de para y
de algún
material de planta
Granizo, agua congelada que cae de las
nubes
Descorrer, abrir
Vitrina, escaparate, armario de vidrio
Pliegues, dobleces
Chapaleaban, hacer ruido en el agua
Tapires, animal mamífero
de Sur América
Ciénaga, lugar pantanoso
Estilográfica,
pluma; lapicero
Infundio, mentira
Incierta, insegura
Retomar el hilo, volver al tema
Talante perdulario, actitud descuidada
Arrebato de alborozo, reacción
de alegría
Estropear, arruinar
Hocico, boca de un perro
Jerarcas, jefes; superiores
Superfluas, innecesarias
Estremecer, conmover
Acierto, estar seguro
Descalabrar, lastimarse la cabeza
Crisma, cabeza
Póstuma, después
de la muerte
Atesorar, guardar algo como si fuera
un tesoro
Arenques, peces; pescados
Carcomida, rota
Biselados, marcos de cortes especiales
Arces de sedas y brocados, cofres con
sedas, telas tejidas con oro y plata
Lánguido, débil,
fatigado
Heráldicas, escudos de armas
Baratijas, de poco valor
Preciarse, sentirse seguro, orgulloso
Amanuenses, personas profesionales que
se dedican a escribir a mano
Insomne, desvelado, sin sueño
Alterar, cambiar
Enigma, difícil
de comprender
Diestro, experto
Albedrío,
voluntad propia
Trote ligero, paso rápido
pero tranquil
Parvada, grupo
Bramido, ruido fuerte
Ínfula, vanidad
Babear, sacar saliva
Aciagos, de mal agüero,
malas noticias
Acacias, flores
Escudriñó,
examinó
Cháchara, plática
sin importancia
Zarpazos de pavor, golpes de miedo
Cesar, parar
Titubear, dudar
Abismal, profundo
Canelones, pasta
Alcurnia, de alta sociedad
Gramófono,
toca discos
Sorbo, trago muy pequeño
Oporto, vino dulce
Sedentario, sin moverse de un lugar
Sedimento, huellas dejadas por una
persona
Reliquias, antigüedades
Deflagración,
combustión
sin explosión
Antiparras, anteojos
Candor, dulzura
Ráfagas, viento
Guarecerse, protegerse
Suntuoso, de lujo
Soslayo, de lado
Labriego, trabajador
Deplorable, lamentable, feo
Escampar, dejar de llover
Andén, acera
Agónico, moribundo
Premonitorio, que anuncia el futuro
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