Sunday, March 29, 2015

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Renunciar
Ana María Rodas (Guatemala)





 

Renunciar
Ana María Rodas (Guatemala)
La joven suspiró profundamente desde que le dio la vuelta a la esquina y vio el color de las paredes: un terracota que tiraba francamente a rojo. Desde afuera, la casa se veía preciosa, con sus antiguos y gruesos muros pintados de ese color alegre, los barrotes de las ventanas rectos y dignos en su apariencia negro mate, los visillos blancos tras las hojas de madera y vidrio. Junto a la puerta de entrada, una de las mejor conservadas en Antigua, había una placa de bronce que anunciaba el nombre de aquel centro de investigación de gran prestigio. Pero ella sabía perfectamente que, en ese momento, aquello no respondía a la realidad.
Cuando conoció a la persona que para entonces era su jefa, Vania, se engañó. Vania era una gringa rubia y de ojos azules, el rostro ligeramente redondo, lo que le daba aspecto de ser más joven. La luz del sol le brincaba sobre el pelo y Marisa creyó que la mujer que le hablaba podría estar emparentada con los ángeles.
Dejó de prestarle atención a la visión y comenzó a escuchar lo que Vania estaba diciendo
—…y como yo sé que a ti te gustaría… ¿por qué no vienes a hablar conmigo la semana entrante? Ahora no tengo tiempo porque debo atender a un arquitecto que llegó ayer desde Argentina, y mañana me voy a la finca de mis padres en el lago.
Marisa iba a saber después, cuando ya había caído en la trampa, que el lago era el de Atitlán, a donde Vania se la llevaba algunos fines de semana. No para que descansara o se acostara un rato al sol en la playa. No, esas eran actividades que Vania se reservaba para sí. Después del desayuno, como si se trata de cualquier día de trabajo, la joven debía sentarse frente a la computadora y pasar en limpio aquellos garabatos que la jefa llevaba.
—Así avanzamos, porque ya falta poco tiempo para hacer la presentación de las joyas de la institución— decía, y desaparecía entre los cafetales que rodeaban la casa, en dirección a la playa privada, de donde regresaba a tiempo para almorzar, hacer una breve siesta y luego echarle una mirada a lo que Marisa había escrito. Jamás estaba satisfecha
—No, no es esto lo que yo quería. Mirá bien en los apuntes que te dejé. Aprovechá la luz que hay ahora para volver a escribir, porque de lo contrario va a ser un fin de semana perdido.
La dejaba otra vez frente a la computadora, tratando de darle forma a aquellas escuetas frases pergeñadas a la carrera pero que abundaban aunque no guardaran gran vínculo entre sí. Debía dormir tarde las noche de viernes preparando las hojas incomprensibles porque, mientras el chofer conducía el carro desde Antigua hasta las inmediaciones de San Jorge la Laguna, Vania dormía como una bendita.
Al llegar a la casa de la finca despertaba súbitamente, bajaba su bolsa y una carpeta de plástico con los apuntes de marras. Como por arte de magia aparecían dos o tres indígenas que le hacían reverencias y se encargaban de llevar la maleta y otros objetos a la habitación de la señora. Marisa llevaba su maleta a un cuarto pequeño húmedo y poco acogedor, situado en una parte de la casa que veía al sur. El sol jamás le daba a esas paredes, que recogían la lluvia y la humedad que subía desde el lago en cuanto el sol se ponía. Aún en la época de calor tenía que dormir muy abrigada. A veces hasta con un gorro de lana.
Mientras Vania hacía una segunda siesta, Marisa, casi de puntillas, recorría la casa, porque le gustaba mucho. Los padres de su jefa la habían arreglado con muy buen gusto, utilizando muebles de madera de Totonicapán y Nahualá. Tejidos de diversas partes del país. Pero casi nunca estaban allí. Vivían en California y solo dos veces al año viajaban a Guatemala. Marisa se preguntaba por qué le habían puesto ese nombre hebreo a la hija, pero no le interesaba tanto como para averiguar. El cafetal prosperaba bajo los cuidados del mayordomo de la finca, un hombre flaco y de piel arrugada y oscura por el sol, cuyos rayos se magnificaban sobre la superficie de aquel lago, que estando casi a sus pies, le estaba vedado.
Solo después de la cena, durante la cual Vania bebía media botella de vino porque le ayudaba a dormir, Marisa se escurría por un senderito que de pronto perdía cafetales y gravileas y le permitía ver el cielo en todo su esplendor, enmarcado entre montañas y volcanes.

Por las mañanas el lago era un espejo y el agua ni se movía. Pero en las noches, luego de la entrada del Xocomil, el viento al que le tenían terror en todos los pueblos alrededor de lago y que se presentaba como a las tres o cuatro de la tarde, hacía olas con un ruidito peculiar que arrastraban las piedras volcánicas de quién sabe cuántos miles de años, sobre la arena, tal vez de la misma edad de las piedras. Restos del fuego de uno o varios volcanes que estallaron violentamente hacía siglos y que además de arena y piedras pulidas por el agua, habían dejado encajadas, en las laderas de las montañas, rocas de tamaño inmenso.
Después del almuerzo del domingo, subían nuevamente al carro y regresaban a Antigua. Era un alivio para Marisa, que corría a bañarse, cambiarse de ropa e ir a sentarse en alguno de los bancos del parque, si aún había sol, o bien acomodarse en alguno de los restaurantes donde ya no había señales de los capitalinos que invadían la ciudad el fin de semana. Los turistas, en su mayoría mochileros, aparecían entonces y había conversaciones alegres, risas, comida sustanciosa, tal vez la invitaban a ir a bailar con algún grupo de ellos.
Pero el lunes, a las ocho en punto, en su oficina, a continuar con ese trabajo que no comprendía: escribir algo que Vania le indicaba, dándole instrucciones como si fuera una niña retrasada, terminar la tarea y comenzar a sentir un dolor en el vientre porque debía ir a enseñarla.
—No me entendiste, eran las primeras palabras de Vania, que lucía roja por el sol del fin de semana, y que iba disgustándose y poniéndose más roja.
—No era eso lo que quería, repetía una y otra vez hasta que a Marisa le daban ganas de llorar.
—Escribilo otra vez, pero fíjate bien en lo que necesitamos porque el tiempo se nos está acabando.
Varios meses llevaba Marisa escribiendo y reescribiendo lo que le pedía su jefa. Había llegado a pensar que ni la propia Vania sabía qué era lo que había que escribir para hacer una descripción de los libros y documentos que iban a ser expuestos en el vestíbulo del Banco de Guatemala.
Marisa había examinado prolijamente los libros, había hecho apuntes de sus características, y había redactado las fichas que iban a explicar al público lo que veían a medias tras los cristales de las vitrinas donde iban a ser expuestos.
Nombres de autores, temas de los libros, fechas de publicación, forros de piel, cantos y bordes dorados, tipos de papel, métodos de encuadernación… nada se le había escapado. De hecho había disfrutado mucho el aprendizaje y sus conversaciones con el dueño de una imprenta antigüeña, que no solo conocía muy bien su trabajo sino mucho de cómo habían evolucionado los libros desde la época de la colonia.
 Nada de eso servía para las exigencias de Vania. Marisa iba acostumbrándose casi a no fijarse en cómo la mayoría de las mujeres del personal salían poco más o menos llorando de la oficina de la Directora y cómo se les marcaban las arrugas o se les encendían los rostros a los hombres en circunstancias similares.
Solo descansaban cuando el arquitecto argentino — Marisa no se explicaba al principio para qué pagar pasajes tan caros, hoteles tan lujosos para que el tal Santino García Álvarez viniera al menos una vez al mes a aconsejar a Vania cómo tenía que organizar su dichosa exposición — aparecía en Antigua y desaparecían ambos en viaje a Guatemala, para comprobar dónde y cómo iban a ir los paneles de exhibición.
También sentía alivio Marisa cuando los viernes por la tarde regresaba a la ciudad. Desde el principio había decidido viajar a Antigua el lunes por la mañana y regresar a Guatemala el viernes. Le encantaba la ciudad y caminar de la casa al trabajo le había parecido un lujo. En efecto era un lujo, y aunque el gozo se desleía cuando entraba a la casa de muros color terracota, siempre estaban las tardes de viernes y algunas desapariciones ocasionales de Vania que se hacía humo hacia el mediodía y no regresaba ya sino hasta el día siguiente.
Una tarde de esas, hermosas porque Santino y Vania estaban en Guatemala, una de las asistentes del archivo fotográfico le contó a Marisa cierta historia que le dejó mal sabor en la boca durante varios días.
Un guatemalteco que vivía en Francfort con su mujer e hijos había venido a pasar vacaciones con sus padres y conoció por casualidad a Vania, quien extendiendo todo su encanto y seducción apenas lo conoció, lo había convencido de venir a trabajar a Antigua, al centro de investigaciones que dirigía, proponiéndole un salario en dólares muy atractivo aun para quien ganaba una paga europea.
El hombre regresó a Alemania, acordó dar en alquiler su casa por un período de cuatro años, pagó los pasajes a Guatemala para su mujer y dos hijos, que por cierto no hablaban español, y se aposentó con la familia en Antigua. Todo iba muy bien, le dijo la asistente del archivo a Marisa, hasta que el hombre no aceptó las condiciones ocultas que llevaba su trabajo y rechazó los avances amorosos de Vania.
En ese momento el hombre se quedó sin trabajo en Guatemala, sin dinero para regresar con su familia a Alemania, sin certeza de obtener allá un trabajo con salario similar al que recibía antes de venir a Antigua. Y sobre todo, sin poder romper el contrato de alquiler de su casa porque ello significaba pagar una indemnización para la cual no contaba con fondos.
Durante los dos meses y medio que había pasado en Antigua su salario se había ido en comprar algo de mobiliario para la casa que había tomado en alquiler, los gastos de casa normales, el pago inicial de un automóvil. Tuvo que ir a parar a la casa de los padres con mujer e hijos y nadie sabía, en Antigua, qué había sido de él y su familia.
Entre semana Marisa vivía en una habitación hermosa en la casa de una familia antigüeña, situada frente al primer patio, lleno de macetas con plantas y flores. Tenía su propio cuarto de baño y podía utilizar la sala principal cuando quisiera, ya que la familia por lo general se reunía en el comedor, ante tazas de café o chocolate, que bebían despacio, acompañadas de champurradas de la panadería del Cuchi Cuchi y se retiraban temprano a sus propios aposentos.
Luego de la historia de la familia que se había quedado varada en Guatemala sin poder regresar aparentemente a Alemania, comenzó a comprender por qué Vania gastaba tanto dinero de la institución en los viajes del argentino. Y llegó a enterarse, porque en Antigua con poco que se pregunte la información desborda las conversaciones: que Vania era verdaderamente antojadiza y berrinchuda, contrataba personal al que embrujaba con salarios muy por encima de los normales en el país, pero por alguna razón, nadie se quedaba trabajando en la institución más allá de seis o siete meses.
Uno de los juegos favoritos de los antigüeños era apostar cuánto tiempo iba a durar la persona recién contratada en aquella institución que dirigía Vania. Quienes llevaban más tiempo trabajando allí desempeñaban trabajos muy especializados y la jefa no los martirizaba generalmente porque eran difíciles de sustituir.
Aun la persona que había recomendado a Marisa, y que llevaba poco más de dos años de trabajar allí era presa de ataques de llanto que escondía metiéndose rápidamente al baño de la jefa, pero la propia Vania había comenzado a criticar ante todo aquel que quisiera escucharla, los errores que Amparo iba cometiendo constantemente, porque era tonta. No era cierto, Amparo manejaba el programa que atendía con gran eficacia, pero Vania, era incapaz de manejar su propia enfermedad.
Cierto día Marisa meditó en que Vania se consideraba poca cosa. Apenas había terminado una maestría, cuando sus propios padres tenían doctorados y la mayoría de la gente que contrataba, o contaba con el doctorado o estaba estudiándolo. Se sentía segura, pensó la joven, maltratando a personas a las que consideraba mejor dotadas que ella. Sentirse más poderosa que aquellos a quienes temía porque académicamente los consideraba superiores le daba un sentido de seguridad. Esa fue la conclusión a la que llegó la joven cuando regresaba desde un pueblo cercano a Antigua, a donde se había dirigido por la tarde para pensar qué iba a hacer con esa vida miserable que llevaba bajo la bota de Vania.
Llegó y pasó el tiempo de la exposición de las joyas de la colección de la Sociedad de Investigaciones del Istmo Centroamericano, nombre de la institución. Y aunque todo el mundo que la había visitado había salido satisfecho de lo observado y aprendido, Vania estaba molesta, furiosa a ratos. Totalmente inconforme. Era tal su disgusto que cierta tarde llegó al punto de gritarle en público a uno de sus investigadores principales, que la dejó chillando frente al resto del personal, convocado para una reunión extraordinaria.
Había entrado tarde al salón. Miró agresivamente a todas partes y anunció que los miembros del patronato de la institución habían advertido de su llegada de manera intempestiva y que había que preparase para recibirlos y darles las informaciones que solicitaran sin hacer quedar mal al Centro. Por unos segundos Marisa pensó que iba a decir sin hacerme quedar mal a mí.
Para entonces, Santino continuaba viajando a Guatemala mensualmente, y el pretexto era que se preparaba una exposición jamás vista. Que se inauguraría en la capital para recorrer luego otras ciudades en diversos puntos del país. Era un proyecto de varios millones de dólares, y que no tenía nada que ver con los motivos por los cuales había sido fundada la entidad dos décadas atrás. Vania había dado un salto prodigioso desde el terreno de la investigación académica y el acopio de libros y archivos que formaban la internacionalmente conocida colección de documentos históricos que poseía la Sociedad, al de la denuncia social. Los temas principales de la supuesta exposición eran las desigualdades entre los mestizos y los indígenas, y las causas de tales diferencias.
Todo, expuesto mediante fotografías, algunos objetos esbozados de momento en tinta china sobre papel por el argentino y que resultaban difíciles de calificar, así como carteles y pancartas que, según explicaba Vania, iban a despertar reacciones de diversos tipos entre los asistentes a la exposición, para hacerlos meditar sobre su responsabilidad en las causas del racismo, la pobreza y otros desequilibrios existentes en el país.
El director de eventos, encargado también de interpretar y darle forma a las ideas desmesuradas que a Vania se le iban ocurriendo tenía ya varias semanas de jugar con la idea de abandonar el trabajo. Había tenido que morderse muchas veces la lengua mientras preparaban la exhibición en el Banco de Guatemala, pero recordaba la situación en el país y la familia que debía mantener, así que callaba, hundía la barbilla en el pecho y aparentaba leer algo que había puesto sobre las piernas.
Marisa comenzaba a agotarse. Si la exhibición de los libros y documentos le causó un desorden nervioso que se reflejaba en los dolores de estómago que le desaparecían como por ensalmo en cuanto dejaba el trabajo, comenzó a calcular el daño que iba a tener que aguantar por la exposición faraónica que Vania pensaba montar y que la hacía tratar aún peor al personal de la Sociedad.
Sus malos modales iban en aumento a medida que se acercaba la llegada de los integrantes del patronato. Los empleados vagaban como fantasmas por oficinas y corredores. Marisa tomó una determinación. No tenía familia que dependiera de ella, y con suerte, podría recuperar su antiguo puesto en una agencia de noticias. Sólo había que renunciar a aquellos treinta mil dólares anuales, que traducidos a la moneda local era una suma superior al sueldo de cualquier periodista.
Pero ya no vería a aquella colección de personas que caminaban como zombies en cuanto salían de la oficina de la jefa. Echaría de menos a los pijijes que vivían en el primer patio, al jardinero que se encargaba de ponerle dos veces por semana flores frescas en su escritorio, la distancia corta entre la casa y el trabajo. La alegría que le hacía brincar el corazón cuando, en una curva del camino de regreso, vislumbraba al Volcán de Pacaya, su favorito de siempre. Al que subía por lo menos media docena de veces al año.
El Volcán de Agua y sus hermanos, el de Acatenango y Fuego se le habían arruinado —esperaba que no fuera para siempre— porque ya los había asociado con la gringa malhadada, así como se le habían arruinado las calles, las casas, los cafés, las fachadas de las iglesias. Antigua era ya, para ella, una serie de lugares odiosos, barrizales y calles desprovistas de árboles en las que, a mediodía, el sol quemaba con furia.
 Finalmente, los miembros del patronato llegaron a Antigua. Vania había arreglado con mucho cuidado el orden en que iban a entrevistarse con los empleados. Primero, aquellos a los que no podía vejar abiertamente porque eran los especializados, muy difíciles de sustituir y que por lo tanto, iban a hablar de sus tareas, nada más. Luego a los miembros del equipo de finanzas, que no se atreverían a mayores cosas porque en ninguna otra parte encontrarían jamás salarios equiparables a los que ganaban a cambio de aguantar a Vania.
Habían desaparecido como por arte de magia los recién contratados para ayudar a crear la exposición soberbia y jactanciosa mediante la cual Vania creía que iba a situarse en un lugar preponderante, no en Antigua, demasiado pequeña para sus ínfulas, sino en todo el país. Los nuevos empleados ya sabían del carácter de la jefe, a quien le importaba un pepino si delante de sí tenía a uno de los escritores mayores o a uno de los fotógrafos más sutiles del país. Rompía los textos o gráficas que le presentaban, los denigraba abiertamente, les exigía volver a hacer el trabajo, lo que era una novedad para ellos, acostumbrados a que su obra fuera respetada y apreciada. Pero el dinero suele aconsejar mal.
Ellos no iban a entrevistarse con nadie del patronato, de todas formas. Aún no estaban entrenados suficientemente.
Marisa estaba entre los últimos de la lista, pero se preparó. Había decidido renunciar ante ellos y no ante Vania. Como pretexto, le explicó a uno de sus compañeros, afirmaba que tenía la oportunidad de estudiar un doctorado en España. Que posiblemente al finalizar sus estudios trataría de recuperar su puesto, si no había problema en ello.
La tarde anterior, cuando los visitantes habían salido del salón de sesiones se encontró con ellos, los saludó casi con una reverencia y esperó a que abandonaran la institución para irse a su casa y sentarse frente a la computadora a escribir el texto de su renuncia. Al terminar, por primera vez en mucho tiempo se sintió libre, ligera de corazón y al salir a cenar Antigua había recuperado la prestancia que la caracteriza.
Solo hasta muchos meses más tarde regresó a la ciudad el chisme de por qué la mujer había dejado su puesto. En el fondo, todo el mundo estaba aliviado porque Vania no se había hecho querer jamás. Y el reporte completo que Marisa compartió con los miembros del patronato al iniciarse su entrevista con ellos tenía detalles, enumeraciones y minucias sobre la conducta de Vania a lo largo del tiempo en que había reinado en su puesto. Nadie imaginaba que existían, que podían salir a luz y verificarse, si fuera necesario.
Vania habría hecho bien en pensar dos veces que Marisa era periodista antes de ofrecerle el empleo aquella mañana en que la joven la encontró frente al restaurante de Doña Luisa, y el pelo de Vania, dorado por el sol, le otorgaba un aspecto angelical e ingenuo.

Vocabulario
Visillos, cortina transparente que se coloca atrás de las ventanas
Garabatos, letras mal hechas, difíciles de leer
Escuetas, sencillas
Pergeñada, ideas o planes que vienen muy rápido
De puntillas, caminar sin hacer ruido, usando sólo las puntas de los pies (los dedos)
Gravileas, plantas
Xocomil, viento que se levanta cada tarde en el lago de Atitlán
Mochileros, turistas que viajan con poco dinero
Vestíbulo, salón en la entrada a un edificio
Prolijamente, con mucho cuidado
Paneles, paredes prefabricadas para hacer separaciones en una habitación
Hacerse humo, desaparecerse
Aponsentó, la familia se hospedó
Champurradas, pan dulce redondo y tostado
Aponsentos, habitaciones
Antojadiza, con muchos antojos (deseos)
Berrichuda, que tiene muchas rabietas, enojos
Chillando/chillar, lloriqueando
Esbozados, dibujar
Pijijes, patos
Malhadada, infeliz
Desprovistas, sin árboles
Soberbia, altiva, arrogante
Jactanciosa, presumir 

Casa en Antigua Guatemala

Lago Atitlán

Pijijes

Champurradas

Restaurante Doña Luisa, Antigua Guatemala





Saturday, March 28, 2015

Los Portadores de los sueños de Giaconda Belli

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Los portadores de los sueños
Giaconda Belli (Nicaragua)





 


Los portadores de sueños
Giaconda Belli (Nicaragua)

En todas las profecías está escrita la destrucción del mundo.
Todas las profecías cuentan que el hombre creará su propia destrucción.
Pero los siglos y la vida que siempre se renuevan engendraron también una generación de amadores y soñadores. Hombres y mujeres que no soñaron con la destrucción del mundo, sino con la construcción del mundo de las mariposas y los ruiseñores.

Desde pequeños venían marcados por el amor. Detrás de su apariencia cotidiana guardaban la ternura y el sol de medianoche.
Las madres los encontraban llorando por un pájaro muerto y más tarde también los encontraron a muchos muertos como pájaros.

Estos seres cohabitaron con mujeres traslúcidas y las dejaron preñadas de miel y de hijos verdecidos por un invierno de caricias.
Así fue cómo proliferaron en el mundo los portadores de sueños.

Fueron atacados ferozmente por los portadores de profecías habladoras de catástrofes. Los llamaron ilusos, románticos, pensadores de utopías, dijeron que sus palabras eran viejas y, en efecto, lo eran porque la memoria del paraíso es antigua al corazón del hombre.

Los acumuladores de riquezas les temían, lanzaban sus ejércitos contra ellos, pero los portadores de sueños todas las noches hacían el amor, y seguía brotando su semilla que no sólo portaban sueños, sino que los multiplicaban y los hacían correr y hablar.
De esta forma, el mundo engendró de nuevo su vida, como también había engendrado a los que inventaron la manera de apagar el sol.

Los portadores de sueños sobrevivieron a los climas helados. 
Son peligrosos - imprimían las grandes rotativas
Son peligrosos - decían los presidentes en sus discursos
Son peligrosos - murmuraban los artífices de la guerra

Hay que destruirlos - imprimían las grandes rotativas
Hay que destruirlos - decían los presidentes en sus discursos
Hay que destruirlos - murmuraban los artífices de la guerra

Los portadores de sueños conocían su poder, por eso no se extrañaban. También sabían que la vida los había engendrado para protegerse de la muerte que anuncian las profecías y por eso defendían su vida, aún con la muerte. Por eso cultivaban jardines de sueños y los exportaban con grandes lazos de colores.

Los profetas de la oscuridad se pasaban noches y días enteros vigilando los pasajes y los caminos buscando estos peligrosos argumentos que nunca lograban atrapar, porque el que no tiene ojos para soñar, no ve los sueños ni de día, ni de noche.

Y en el mundo se ha desatado un gran tráfico de sueños que no pueden detener los traficantes de la muerte; por todas partes hay patentes con grandes lazos que sólo esta nueva raza de hombres puede ver. La semilla de estos sueños no se puede detectar porque va envuelta en rojos corazones, en amplios vestidos de maternidad, donde pies soñadores alborotan los vientres que los albergan.

Dicen que la tierra después de parirlos, desencadenó un cielo de arcoíris y sopló de fecundidad las raíces de los árboles. Nosotros sólo sabemos que los hemos visto, sabemos que la vida los engendró para protegerse de la muerte que anuncian las profecías.

Vocabulario
Engendrar, procrear, propagar la especie
Ruiseñor, pájaros con un canto melodioso
Preñadas, embarazadas
Verdecidos, ponerse verde
Proliferar, multiplicarse
Rotativas, máquina para imprimir
Artífice, que procura la guerra
Desatar, provocar
Parir, dar a luz, dar vida a un bebé

La Identidad de Elena Poniatowska

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La identidad
Elena Poniatowska (México)






 


LA IDENTIDAD

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

Vocabulario
Encajar, sobrellevar algo molesto o doloroso
Calar, penetrar
Balbucear, hablar con pronunciación dificultosa
Derrumbaderos, despeñadero, precipicio
Hilvanar, enlazar ideas
Enrarecer, escasear, menos aire
Tosquedad, no muy deseable, nada fina
Tregua, suspensión de hostilidades o violencia
Forastero, de otra parte, de otro país
Hendiduras, corte profundo, abertura en la tierra
Remontarse, volver a subir
Terrones, tierra o masa compacta
Hurgonear, buscar con curiosidad
Jaspear/jaspeado, salpicado, manchado
Mugre, suciedad
Surcos, hendidura hecha con un arado para cultivar
Escarbar, hacer surcos
Pisotear, pisar rápidamente




Thursday, March 19, 2015

La búsqueda de la dignidad Clarice Lispector

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Clarice Lispector


La búsqueda de la dignidad




La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción en obras, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho solo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos le parecían cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían, las salas solo tenían una ventana que daba al estadio. Este, a aquella hora oscuramente despierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado para aquel día de pleno invierno.
Entonces siguió por un corredor sombrío. Este la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y he aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala principal? Pues con esta encontraría a las personas con quienes fijara la cita. La conferencia quizás ya habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se esforzaba en no perder nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero, una de rojo». La señora Xavier dudaba que esas personas fueran al grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz ancha y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
-Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las vieron de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil en que carcajadas amordazadas se reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre en otros corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora desistió ya de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente a ese recuerdo comprendió su engaño de persona tonta y distraída que solo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Entretanto, su pequeño destino la tenía perdida en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas y que otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
-¡La gente no puede desaparecer en el aire!
La señora informó:
-No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Gracias, igual. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es Maracaná.
El hombre dejó de andar inmediatamente y la miró, perplejo:
-Entonces, ¿qué hace usted por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió solo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además, ella nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca -y quizás lo fuera-, pues sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza. Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que solo podía compararla con su salud física. Salud física ahora destrozada, pues arrastraba los pies de muchos años de camino por el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y sofocada y sudada con el inesperado calor de un auge de verano, ese día de verano que era un vicio de invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, solo después de desistir de las cosas deseadas, estas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca». ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo que quería era solo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de que la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a su casa y le dijo, con cuidado:
-Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea el calor extremo.
Dicho esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos largos portones abiertos. ¿Solo eso? ¿Era tan fácil?
Tan fácil.
Entonces ella pensó que solo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino a recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
-Oiga, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (solo recuerdo que se llama «Guzmán») y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El conductor fue paciente como con una niña:
-Pues entonces no se preocupe, vamos a buscar tranquilamente una calle que tenga Guzmán en el medio y Coronel en el fin -dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente. Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué había caminado tanto.
Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una mujer importante y vagamente conocida que tenía auto con chofer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chofer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy tiesa con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la mujer importante vino y le dijo que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba que, como el chófer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no lo estaba pasando bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
-Leblon, por favor.
Tenía la cabeza hueca, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por regresar a una misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El conductor acabó confesando que no conocía la zona Sur, que solo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida solo renovaba la magia negra de los corredores de Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chofer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
-Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso le avisó a la criada que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y esperó a que diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y pensó que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando en eso, la somnolencia finalmente llegó y se adormeció.
Cuando despertó, horas después, vio que llovía una lluvia fina y helada, hacía un frío de lámina de cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de un chal de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar la tienda abierta. Cogió un taxi y dijo:
-Ipanema, por favor.
El hombre le dijo:
-¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
-Ipanema, por favor -repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desencuentro total: ¿qué había en común entre las palabras «Ipanema» y «Jardín Botánico»?  Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así».
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer. Pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a Sao Paulo el día anterior y solo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar solo apoyada en las rodillas y se apoyó también en las dos manos.
Entonces advirtió que estaba a cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizás meditando, quizás no. Quién sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. A cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama solo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas, y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo -y era un esfuerzo penoso ver la realidad-, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería no salir de Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajón de sábanas para sacar una encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin darse cuenta a llorar mansamente. Aquel llanto parecía una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar presa de un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en «aquello».
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de cambio con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quién cambiarse: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también.
Pero todo todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y aquello vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se enamoró, con el deseo retorcido y estrangulado.
Pero, ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, expertamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico solo daba resultado positivo cuando era real, no un truco cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca expresaba más que buena educación. Y ahora era solo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer forzó una sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
Por fuera -vio en el espejo- ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces buscó un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca fue espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en la bañera era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas nunca le habían avisado que eso podía ocurrir hasta el fin? En los hombres viejos había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si todavía fuera alguien, ella, que no era nadie.
La señora de Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos bonitos y románticos en relación a la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo consiguió: la delicadeza de él solo la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la condena era la lascivia. Era hambre baja: ella quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica, ella era grosera en materia de amor. Allí en la bañera, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente marcada.
Sin siquiera un pensamiento sublime que le sirviera de lema o que ennobleciera su existencia.
Entonces empezó a deshacer el rodete de los cabellos y a peinarlos lentamente. Necesitaban un nuevo tinte, las raíces blancas ya asomaban. Enseguida, pensó lo siguiente: en mi vida nunca hubo un clímax como en las historias que se leen. El clímax era Roberto Carlos. Meditativa, concluyó que iba a morir secretamente, así como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la figura deseada de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos rizados que tenía. Allí estaba, presa del deseo fuera de estación, igual que el día de verano en pleno invierno. Presa de los enmarañados corredores de Maracaná. Presa del secreto mortal de las viejas. Solo que ella no estaba habituada a tener casi setenta años, le faltaba práctica y no tenía la menor experiencia.
Entonces dijo en voz alta y sin testigos:
-Robertito Carlitos.
Y agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza como si estuviera por primera vez haciendo, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, la confesión que sin embargo debería ser vergonzosa. Pensó que posiblemente Robertito no iba a aceptar su amor porque ella tenía conciencia de que este amor era ridículo, melosamente voluptuoso y dulzón. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados, ¿serían todavía besables? ¿O acaso era enojoso besar boca de vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno».
Fue entonces que la señora de Jorge B. Xavier bruscamente se dobló sobre la pila como si fuera a vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de salida!