Después del almuerzo
Julio Cortázar (Argentina)
Después del almuerzo
Julio Cortázar (Argentina)
Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en
mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa
tarde tenía que llevarlo de paseo.
Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara
otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras
cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio
un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me
clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la
cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar
que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero
se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que
le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro,
en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con
el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y
brillaban.
Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía
Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le
gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba
desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y
después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el
bolsillo.
-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-.
Y no te olvides de darle un poco, es preferible.
Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé
delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas.
Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de
cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro
billete de un peso y monedas.
Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo
mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de
adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y
decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de
que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle.
Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran
porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por
la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me
parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la
puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su
cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos
Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en
algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no
mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en
el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi
lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un
poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente
empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y
todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin
decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto
que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor
era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas
de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para
que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por
las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando
chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos
voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi
casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita
o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de
eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad
en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.
A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo
rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado
de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a
la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque
el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El
viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera
mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en
seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de
la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero
el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más
lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la
digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que
el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando
con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme
vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata
para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno
de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la
moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres
pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije.
Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para
abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía
ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme
algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin
mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para
ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención
de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada
esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento
tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los
Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso
venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta
disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la
mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic
nervioso o algo así.
Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que
la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor,
porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera
cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería
pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con
los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a
cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de
levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo
creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno
de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás
queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me
dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en
el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que
protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo
para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la
ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me
estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a
lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol
precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me
habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es
nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le
puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al
final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día
alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse
afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que
nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar
la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A
lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la
ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé
completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo
alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los
boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi
asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después
miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la
ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me
lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez
más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y
en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero
naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la
ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En
Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya
no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma
delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía
alguna cosa.
A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me
hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las
palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de
las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho
que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden
cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un
poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso
pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los
colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a
casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí
como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente,
casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme
el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y
la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder
entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro
de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local
cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos.
En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín
que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios
debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces
cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de
tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez
más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no
podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera,
haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo
mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí
parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que
pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que
alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para
llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el
que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en
que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del
suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado,
y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa
era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la
ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es
que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con
mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero
ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos
veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de
la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder
llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí
seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de
la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad
que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se
paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a
acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los
vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas,
averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus
caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me
afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y
en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré
para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté,
seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que
se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo
también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía
Encarnación.
Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había
un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos
a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar
como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y
estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y
la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de
abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y
pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las
palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y
perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni
en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa
pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios
y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo
por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar
a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando
manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba
para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba
a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las
palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se
cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de
un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia,
y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que
no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento
pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería
revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la
beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en
que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una
de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y
exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno
tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como
si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces
tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí
se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al
final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me
parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude
respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro
que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que
siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo
quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara
la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me
puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba
sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un
ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en
el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había
arañado la boca.
No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de
Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie
se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por
delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco,
pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto
mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese
aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado.
Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo
dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo
único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o
se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al
cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido,
así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni
una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la
hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para
que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada.
Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y
aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso.
A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo mejor... Quién sabe con qué ojos
me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que
estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres
siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me
daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para
secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la
cara.
Vocabulario
La pieza del fondo, el cuarto atrás de la
casa
Charco, acumulación de agua
Barquinazos, movimientos fuertes
Mirar de reojo, mirar indirectamente
Chinazo, forma despectiva de referirse a un
hombre
La plata, el dinero
Dos trancos, dos pasos grandes
Flaco, delgado
Guinches, montacargas (crane)
Tinteros, donde se guarda la tinta para las
plumas (para escribir)
Pibe, muchacho
Manises, maní, cacahuates
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