La rana que quería ser una rana auténtica y otros cuentos
Augusto Monterroso (Guatemala)
La rana
que quería ser una rana auténtica
Augusto
Monterroso (Guatemala)
Había
una vez una rana que quería
ser una rana auténtica, y todos los
días se esforzaba en
ello.
Al principio se compró un espejo en el que
se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó
que la única
forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro
recurso) para saber si los demás
la aprobaban y reconocían
que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más
admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se
dedicó a
hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así
seguía
haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la
consideraran una rana auténtica,
se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía
alcanzaba a oír con amargura
cuando decían que qué buena rana, que
parecía pollo.
Ancas, patas de rana
El
Camaleón que finalmente no sabía de qué color
ponerse
Augusto
Monterroso
En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó
hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había
dado por la política, entró en un estado de
total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas
llevando día y noche en los
bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento
necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían,
y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por
motivaciones especiales se volvía
anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el
tiempo no había ya quien no
llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el
mañoso se tornaba
simplemente grisáceo, o verdiazul, o
de cualquier color más
o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco
superposiciones de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su
condición, adoptó también el sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las
calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se convirtió
en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello
sería la ruina general
si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran
dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y
restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el
derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color
urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios
enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento,
como sucedía entre las
naciones más civilizadas.
Sólo
el León que por entonces
era el Presidente de la Selva se reía
de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
De esa época viene el dicho de que
todo Camaleón es según
el color
del cristal con que se mira.
Artimañas, astucia
Contrarrestar, hacer frente y oposición
Mañoso,
que tiene habilidad para manipular
Estatuido, establecido
Consuetudinario, que es costumbre
Socarronamente, actitud burlona e irónica
El
Conejo y el León
Augusto
Monterroso (Guatemala)
Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró
fácilmente
subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su
antojo no solo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con
las de los humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al
Conejo; por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de
mencionarse, pero poco después
ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno
con el otro, cada cual reaccionó como lo había
venido haciendo desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió
la melena majestuosamente como era su costumbre y
hendió el
aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor
celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó
corriendo.
De regreso a la ciudad el celebre
Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el
Conejo el más valiente y
maduro: el León ruge y hace
gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto,
conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con
aquel ser extravagante y fuera de sí,
al que comprende y que después
de todo no le ha hecho nada.
Altísimo,
muy alto
Hendió, atacó el aire
Celeridad, prontitud, rapidez
Fuera de sí, sin control, perder el control
El
espejo que no podía dormir
Augusto
Monterroso
Había
una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía
de lo peor, como que no existía,
y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban
en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a
la preocupación del neurótico.
A pierna suelta, dormir sin preocupación
El mono
que quiso ser escritor satírico
Augusto
Monterroso
En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió
mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser
escritor satírico le faltaba
conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el
rabo del ojo mientras estaban distraídos
con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier
parte era bien recibido y él
perfeccionó el
arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los
esposos de las Monas y por los demás
habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro,
con el ánimo de investigar
a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el
momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le
escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y
principió a
hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los
animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver
retratadas en su sátira, por suave que
la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la
Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte
adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias
Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar
a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de
este género, y
especialmente uno, se ofendieran, terminó
comparándola
favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más
que cantar y cantar dándoselas
de poeta, y desistió de
hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero
tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y
desistió de
hacerlo.
Finalmente elaboró
una lista completa de las debilidades y los defectos
humanos y no encontró contra quién
dirigir sus baterías, pues todos
estaban en los amigos que compartían
su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó
a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo
es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.
Ver por el rabo del ojo, a la orilla del ojo
Agasajado, celebrado
Júbilo,
alegría
Invariablemente, sin cambiar, siempre
Con el ánimo, con el propósito
Encaramarse, subirse
Desistir, renunciar
Sentirse aludida, identificarse
Enfilar, enfocarse en…
El
perro que deseaba ser un ser humano
Augusto
Monterroso
En la casa de un rico mercader de la Ciudad de
México, rodeado de
comodidades y de toda clase de máquinas,
vivía no hace mucho
tiempo un Perro al que se le había
metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después
de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre,
excepto por el hecho de que no mordía,
movía la cola cuando
encontraba a algún conocido, daba
tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a
la luna.
Ahínco,
empeño
La fe y
las montañas
Augusto
Monterroso
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era
absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí
mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la
gente le pareció divertida
la idea de mover montañas,
éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era
más difícil encontrarlas en el lugar en que uno
las había dejado la noche
anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar
la Fe y ahora las montañas
permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un
derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o
inmediato, tuvo un ligerísimo
atisbo de fe.
Atisbo, vislumbre, reflejo de luz
La
honda de David
Augusto
Monterroso
Había
una vez un niño llamado David N.,
cuya puntería y habilidad en el
manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la
escuela, que veían en él -y así
lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo
Cansado del tedioso tiro al blanco que
practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió
que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí
en adelante la emprendió
con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos
sangrantes caían suavemente sobre
la hierba, con el corazón
agitado aún por el susto y la
violencia de la pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.
Cuando los padres de David se enteraron de
esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y
afearon su conducta en términos
tan ásperos y
convincentes que, con lágrimas
en los ojos, él reconoció su culpa, se
arrepintió sincero
y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después
a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y
condecorado con las cruces más
altas por matar él solo a treinta y
seis hombres, y más tarde degradado y
fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
La
mosca que soñaba que era un águila
Augusto
Monterroso
Había
una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila
y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un
tiempo le causaba una sensación
de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado
pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo
ese gran aparato le impedía
posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a
conciencia dándose topes contra
los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho
menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba
con toda el alma no ser un Águila
para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan
inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.
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